4/28/2017

Estos reaccionarios de izquierda

    Durante lo que va de siglo XXI Venezuela ha sido gobernada por una cleptocracia cívico-militar que a estas alturas la ha llevado a un estado de postración, miseria y retroceso sin parangón en América Latina.
    El país que podría ser la Suiza de estas latitudes yace humillado por la vesania de una mafia literalmente enquistada en el poder y cuyos planes no contemplan soltarlo hasta que se pulvericen sus huesos.
    Mala cosa, por supuesto. El gobierno lleva encima el peso del repudio absoluto y nadie, salvo fanáticos y encantados, los quiere. Sabe bien que cualquier llamado a elecciones terminará en paliza, lo cual le eriza hasta el último de los pelos. Al quitar el culo de Miraflores tendrá que enfrentar a la justicia y, considerando cómo está el patio, viendo el bandidaje que destrozó al país, por sus crímenes irá derecho a las mazmorras. 
    Entre quienes dan cuerpo al andamiaje de apoyo   -mínimo, es cierto, pero andamiaje al fin-  con que cuenta Maduro y sus gansters se halla buena parte de lo que ha sido la pedorra izquierda venezolana. Utilizo semejante epíteto, toda una ventosidad él mismo, porque la historia no lo desmiente un ápice: pedorra, por haberse entregado sin vergüenza a los delirios de un militar felón, ególatra y sin luces; pedorra, por tropezar cien veces con la misma piedra y con el mismo pie, y pedorra por su incapacidad  -salvo honrosas excepciones, que las hay-  para enmendar la metedura de pata, trocarse en demócrata y, por último, intentar cuando menos pensar con cabeza propia.
    Dentro de esa izquierda nostálgica de bengalas revolucionarias, de cielos tomados por asalto y de cuanto parapeto ideológico le recuerde los sesenta, ocupa un lugar destacadísimo cierta intelectualidad que, como dijo alguna vez el buen Petkoff, ni olvida ni aprende. Hay que ver, estando ya crecidita como para  percatarse de que un líder mesiánico siempre termina siendo un producto bueno para nada, abrió de cajón las piernas y aún hoy, luego de la tragedia que engulló al país, permanece así, como si nada, feliz ante el relumbrón del poderoso que lanza sus migajas mientras hace las de Atila.
    Cualquiera puede ser de izquierda, de centro o de derecha, sin duda, decisión que Pedro o Juan se pasan por el forro de las gónadas individuales y punto, pero lo criticable, lo imperdonable, es que quienes están obligados a no abdicar de la función de pensar por sí mismos, de cotejar la realidad con la teoría y corregir rumbos si fuese necesario, hayan claudicado, enajenado sin más sus voluntades, dejado en manos del caudillo y a su completa discreción el hecho de hacer lo que le venga en gana, sin señalamientos ni críticas al canto, sin decir mu, sin enterarse -pobrecitos- de que esa boca es de ellos. Y encima y para remate aplaudirlo. Celestinaje, por acción u omisión, se llama tamaña irresponsabilidad.
    Se me vienen los nombres más rutilantes del boato culturoso gobiernero: Luis Brito García, Laura Antillano, Luis Alberto Crespo, Gustavo Pereira, Román Chalbaud, Earle Herrera y un puñito adicional de intelectuales cuya acción -inclinar la cerviz, callar y alcahuetear, permanecer incólumes y mirar para otro lado cuando se violan derechos humanos a mansalva, cuando se lanza a todo un país por el despeñadero de la desesperación, la indigencia y el hambre-  deja entrever la distancia medida en años luz que los separa como mínimo de la condición de demócratas.
    Venezuela saldrá del horror en que se encuentra, no me caben dudas. Pero reconquistar el camino de la democracia y el progreso pasa por  aprender la lección, no otra que desoír cantos de sirena para no caer otra vez en el pozo al que llegamos, con barra, aplausos y apoyos ciegos al iluminado en turno. Estos reaccionarios de izquierda, encandilados por el hombre fuerte, y por supuesto éste, van de salida. Ojalá que por tiempo prolongado. Ningún pueblo se halla vacunado contra la barbarie, la demagogia o la tentación de seguir como corderos a quienes prometen paraísos a la vuelta de la esquina, cueste lo que cueste. No hay que olvidar las palabras de Camus: en política, son los medios los que justifican el fin, y nunca al contrario.

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