9/30/2017

El chavismo y el desastre

    Sin duda la tragedia venezolana se origina y desarrolla desde el populismo. Una panda de forajidos, descocados sin redención, individuos que jamás sudaron las fiebres de los sesenta, ofreció erigir el Paraíso en la Tierra.
    Hoy en día la amenaza universal contra las democracias ya no pasa por los ismos que tanto daño repartieron a lo largo y ancho del siglo pasado. El comunismo y el nazismo, por ejemplo, perdieron el terreno que alguna vez tuvieron en el puño, producto de su incapacidad para cumplir las promesas que con tanta fuerza calaban en las cabezas de millones de esperanzados. El verdadero peligro es ahora la enfermedad populista.
    Sobre la base del espejismo mayor   -el pueblo llegó para gobernar-   un populista accede al poder y atrincherado ahí, utilizando con máximo provecho los valores típicos de la democracia, comienza su labor contra el sistema. Me explico: la lógica populista parte de un principio irrenunciable, no otro que “el pueblo soy yo”. Y si el pueblo soy yo y yo estoy en el gobierno, olvídate de lo demás, camarada, porque lo que lo que soy yo no permitiré que otros, advenedizos, lacayos, oligarcas o pitiyankis regresen a lo suyo. Moraleja y conclusión, todo aquel capaz de mover una neurona y criticar, todo el que disiente por A o por B del pueblo ejerciendo el mando, simplemente es enemigo. Irrumpe así la polarización, se instaura un maniqueísmo político, existencial, que echará al fuego todo matiz: o estás conmigo o contra mí, o estás con el pueblo o en su contra. Bienvenido a la revolución, por si no te has dado cuenta.
    En Venezuela la razón política, es decir, el arte de discutir, de no estar de acuerdo y expresarlo, de criticar sin que te crucifiquen luego, acabó siendo presa del fanatismo desbocado. Manifestar lo que supones es afrenta suficiente para la exclusión, para el baño de mugre que, júralo, te viene seguro por atreverte a pensar de forma autónoma. Implica que salió tu número en la repartición de la violencia. Para todo populista que se respete el conflicto  -quien esgrime ideas distintas es un desestabilizador-  guarda significados diametralmente opuestos a la noción que de él tiene un demócrata. Para éste, las diferencias de variado cuño son necesarias y por tanto bienvenidas, asunto natural en sociedades abiertas; para aquél, no son más que traiciones al pueblo por fin hecho con la silleta de Miraflores. En los populistas la figura del pueblo es el caramelo mentolado que jamás se sacan de la boca. Dicen que genera aliento fresco, aseguran que produce sonrisitas Pepsodent.
    Por tal motivo, cuando el gobierno populista se equivoca de cabo a rabo y crea las calamidades que está llamado a producir, culpa a terceros. Si el pueblo no se equivoca, entonces la razón, la historia, la justicia y la verdad son parte constitutiva de esta lógica del espejo  -me miro en él y se refleja la muchedumbre en el azogue-  y con seguridad son otros quienes impiden la fragua paradisíaca, el advenimiento arcangélico, la realidad equivalente a esa Edad de Oro  que, no lo dudes un minuto, se levantará gracias al Intergaláctico. La Cía, el Departamento de Estado, los escuálidos, la Guerra Económica, el Imperio y  los extraterrestres, he ahí los saboteadores, aquí los tienes, sorprendidos con las manos en la masa. Si te fijas, un manojo de neuronas inconexas fabrica en consecuencia una realidad patas arriba.
    Al ser los populistas el vivo retrato de la moral y la pureza, resulta imposible que en sus filas aniden esas rémoras que en el pasado  -el pasado es un fetiche al que bien vale regalarle buena parte de las culpas-  desangraron a la patria. Latrocinios, corrupción, crímenes, ineptitud, todo ello existe, sí,  pero en los enemigos. Verbigracia, en quien se les planta con valor y opone resistencia. No hay manera, compa, no queda mínima esperanza: un populista es como un coco seco, duro, inflexible, árido, impermeable a cuanta evidencia empírica denuncie sus locuras. Viéndolo bien, en el fondo es muy sencillo. Los malos están allá, los buenos estamos aquí. Tal es la llave maestra de su relación con el mundo. Hugo Chávez alguna vez lo sentenció: “esto no es entre Chávez  y los que están en contra de Chávez, sino entre los patriotas y los enemigos de la patria”. Menudo delirante.
    Ante esta perspectiva no se ha inventado aún recurso alguno para  ablandar semejantes convicciones, para dinamitar la total seguridad de que tienen a Dios agarrado por las bolas. Pase lo que pase, el cáncer revolucionario exorcisa toda responsabilidad, cualquier viso de sensatez en función de la política y la cosa pública  -muchas manos peludas haciendo de las suyas-  y, por supuesto, carcome rutas que podrían llevan a la autocrítica, a la rectificación. Ahí está Maduro y su atajo de delincuentes chapuceando en el sueño de quedarse en el poder hasta que se les pudran los huesos. Lo piensan, lo desean, lo buscan y lo dicen como si nada luego de la tragedia que le propinaron a un país.  Una revolución también puede ser un circo.
    Llegará el día en que, desde la cárcel, respondan por el desastre, aun cuando  resuenen tras las rejas los chasquidos de esas lenguas incansables, esas que arrojan del cerco de los dientes para afuera, como diría Homero, la fetidez y peligrosidad extrema de sus disparates.

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