Sin duda la tragedia venezolana
se origina y desarrolla desde el populismo. Una panda de forajidos, descocados
sin redención, individuos que jamás sudaron las fiebres de los sesenta, ofreció
erigir el Paraíso en la Tierra.
Hoy en día la amenaza universal contra las
democracias ya no pasa por los ismos que tanto daño repartieron a lo largo y
ancho del siglo pasado. El comunismo y el nazismo, por ejemplo, perdieron el
terreno que alguna vez tuvieron en el puño, producto de su incapacidad para
cumplir las promesas que con tanta fuerza calaban en las cabezas de millones de
esperanzados. El verdadero peligro es ahora la enfermedad populista.
Sobre la base del espejismo mayor -el
pueblo llegó para gobernar- un populista accede al poder y atrincherado
ahí, utilizando con máximo provecho los valores típicos de la democracia,
comienza su labor contra el sistema. Me explico: la lógica populista parte de
un principio irrenunciable, no otro que “el pueblo soy yo”. Y si el pueblo soy
yo y yo estoy en el gobierno, olvídate de lo demás, camarada, porque lo que lo
que soy yo no permitiré que otros, advenedizos, lacayos, oligarcas o pitiyankis
regresen a lo suyo. Moraleja y conclusión, todo aquel capaz de mover una
neurona y criticar, todo el que disiente por A o por B del pueblo ejerciendo el
mando, simplemente es enemigo. Irrumpe así la polarización, se instaura un
maniqueísmo político, existencial, que echará al fuego todo matiz: o estás
conmigo o contra mí, o estás con el pueblo o en su contra. Bienvenido a la
revolución, por si no te has dado cuenta.
En Venezuela la razón política, es decir,
el arte de discutir, de no estar de acuerdo y expresarlo, de criticar sin que
te crucifiquen luego, acabó siendo presa del fanatismo desbocado. Manifestar lo
que supones es afrenta suficiente para la exclusión, para el baño de mugre que,
júralo, te viene seguro por atreverte a pensar de forma autónoma. Implica que
salió tu número en la repartición de la violencia. Para todo populista que se
respete el conflicto -quien esgrime ideas
distintas es un desestabilizador- guarda
significados diametralmente opuestos a la noción que de él tiene un demócrata.
Para éste, las diferencias de variado cuño son necesarias y por tanto
bienvenidas, asunto natural en sociedades abiertas; para aquél, no son más que
traiciones al pueblo por fin hecho con la silleta de Miraflores. En los
populistas la figura del pueblo es el caramelo mentolado que jamás se sacan de
la boca. Dicen que genera aliento fresco, aseguran que produce sonrisitas
Pepsodent.
Por tal motivo, cuando el gobierno
populista se equivoca de cabo a rabo y crea las calamidades que está llamado a producir,
culpa a terceros. Si el pueblo no se equivoca, entonces la razón, la historia,
la justicia y la verdad son parte constitutiva de esta lógica del espejo -me miro en él y se refleja la muchedumbre en
el azogue- y con seguridad son otros quienes
impiden la fragua paradisíaca, el advenimiento arcangélico, la realidad
equivalente a esa Edad de Oro que, no lo
dudes un minuto, se levantará gracias al Intergaláctico. La Cía, el
Departamento de Estado, los escuálidos, la Guerra Económica, el Imperio y los extraterrestres, he ahí los saboteadores,
aquí los tienes, sorprendidos con las manos en la masa. Si te fijas, un manojo de
neuronas inconexas fabrica en consecuencia una realidad patas arriba.
Al ser los populistas el vivo retrato de la
moral y la pureza, resulta imposible que en sus filas aniden esas rémoras que
en el pasado -el pasado es un fetiche al
que bien vale regalarle buena parte de las culpas- desangraron a la patria. Latrocinios,
corrupción, crímenes, ineptitud, todo ello existe, sí, pero en los enemigos. Verbigracia, en quien se
les planta con valor y opone resistencia. No hay manera, compa, no queda mínima
esperanza: un populista es como un coco seco, duro, inflexible, árido,
impermeable a cuanta evidencia empírica denuncie sus locuras. Viéndolo bien, en
el fondo es muy sencillo. Los malos están allá, los buenos estamos aquí. Tal es
la llave maestra de su relación con el mundo. Hugo Chávez alguna vez lo
sentenció: “esto no es entre Chávez y
los que están en contra de Chávez, sino entre los patriotas y los enemigos de
la patria”. Menudo delirante.
Ante esta perspectiva no se ha inventado
aún recurso alguno para ablandar semejantes
convicciones, para dinamitar la total seguridad de que tienen a Dios agarrado
por las bolas. Pase lo que pase, el cáncer revolucionario exorcisa toda
responsabilidad, cualquier viso de sensatez en función de la política y la cosa
pública -muchas manos peludas haciendo
de las suyas- y, por supuesto, carcome rutas
que podrían llevan a la autocrítica, a la rectificación. Ahí está Maduro y su
atajo de delincuentes chapuceando en el sueño de quedarse en el poder hasta que
se les pudran los huesos. Lo piensan, lo desean, lo buscan y lo dicen como si
nada luego de la tragedia que le propinaron a un país. Una revolución también puede ser un circo.
Llegará el día en que, desde la cárcel,
respondan por el desastre, aun cuando
resuenen tras las rejas los chasquidos de esas lenguas incansables, esas
que arrojan del cerco de los dientes para afuera, como diría Homero, la fetidez
y peligrosidad extrema de sus disparates.
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