La mayoría de la gente le pone nombre a las
mascotas. Nada más normal que eso. Yo, ve tú a saber por qué, suelo nombrar a
los objetos. Me gusta la filosofía y leo libros, novelas o ensayos sobre
existencialismo, de modo que mi reloj se llama Sartre.
Ser y tiempo, pongo por
caso, es un texto clásico del conocido estudioso alemán, por lo que a mi
escritorio lo bauticé Heidegger. Y así. Tuve una laptop llamada Newton, una
bicicleta que respondía al nombre de Nastassja Kinski, y un buen amigo, a quien
nos referíamos desde los años universitarios como Valentín, puso a su inodoro
Stalin, sólo por seguir mis ocurrencias. Fíjate qué cosas.
Ponerle nombre a los objetos pasa
por colocarles cierta etiqueta diferenciadora. Los vocativos que otros
pronunciaron con el objetivo de ordenar el universo, de llamar pan al pan o
vino al vino, reconozco que tienen su razón de ser. ¿Te imaginas que una silla no gozara de ese
apelativo sino de, por ejemplo, ruiseñor?, y supón que al plumífero lo
ubicáramos lanzando un chasquido como árbol. Fin de mundo, Babel monda y
lironda en pleno siglo XXI. Sumo y sigo: piensa que una flor se denominara
tuerca, y la tuerca coliflor, y la coliflor esperanto y ésta corazón. Ya nada
tendría pie ni cabeza, el mundo sería más desquiciado de lo que ya es, lo cual
ten por seguro, mi querido Watson, no es en lo absoluto poca cosa. Al diablo el
lenguaje creado a base de esperanza comunicativa. Chao español, adiós chino
mandarín, en fin. Pero no me negarás que ponerle nombre a los objetos, tal y
como he venido haciendo todos estos años, se justifica gracias a una razón
menos pragmática: bautizarlos en segundo grado, torcerle el cuello al cisne a
ver si aparece una tortuga, asunto que hasta ahora en nada trastocó el orden
imperante desde que empezamos a intercambiar gruñidos por frases con algún
sentido. Sé que sólo yo practico semejante arte
-no te caigas para atrás: es un arte- lo que, repito, en nada ha significado
condición amenazante para el stablishment
lingüístico, así que continúo en mis trece, sigo nombrando y renombrando para
hurgar en las entrañas de lo cotidiano, en las profundidades del espíritu, en
los intersticios de esa cosa que es la lógica, cartesiana o no, aristotélica o
no, qué le vamos a hacer. Entonces un humilde cenicero resulta cierto guiño a
lo Bogart o esa mancha de labial que decora el borde de la taza un lindo
equivalente al mejor estilo Edwige Fenech. No sé si me explico.
La otra vez servía un trago de whisky de mi
botella Hemingway mientras encendía un Churchill que saturaba la estancia con
ese olor inconfundible a Roger Vilain B, mi padre, todo humo y Churchill él.
Tampoco sé si me explico, pero puedo jurarte que no es mal de morirse. Por otro
lado, ponerle nombre a los objetos, a las cosas, a algunos hechos incluso, va
de la mano con el psicoanálisis si quieres un mecanismo explicativo -a mí me lleva sin cuidado-, pero quitándole
parafernalia o vanidoso intelectualismo de academia. El sillón de la sala que
llamaste Freud no es más que una enigmática proyección de tu tía Adelita, y no preguntes más. A la luz de mi lámpara, apodada Edison por razones obvias,
pienso en todo esto. Y mi bolígrafo Cortázar, y Gandhi -mis viejos anteojos- y también Jack, la navaja que utilizo para
destripar sobres, para descuartizar cajas que llegan por correo, terminan
dándome razón.
La nomenclatura que me dio por inventar,
por cifrar en particular lengua un cosmos a lo largo de los años acaba siempre
por arrojar sus dividendos. Nada que ver con Milton Friedman o Von Mises, es
decir, pura y simple economía. Lo que puedo asegurar es que mi método está
hundido hasta los huesos en el magma que todos llevamos en las entrañas. Una
lenguarada como “a la luz de mi lámpara pienso en todo esto y mi bolígrafo y
mis anteojos y también la navaja que me sirve para abrir los sobres” y
blablablablablá, tal como escribí antes, dice mucho, para mí y para cualquiera.
Pero “a la luz de Edison pienso en todo esto y Cortázar y Gandhi y también
Jack, terminan por darme la razón”… dice más, infinitamente más, y me lo dice
al oído, de forma única y por supuesto cargada de distintas pulsaciones, de
mensajes secretos, de resonancias zambullidas en las cavernas de mis días.
Ponerle nombre a los objetos terminó por
convertirse en manía, en código críptico, verdadero lenguaje para entender y
entenderme, con gran elocuencia, contundencia, exactitud. Dime si no vale el
esfuerzo. Dime tú si no.
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