Les he contado antes que me gusta sentarme
en la terraza de un café y ver pasar la vida. Doy por sentado que todo café que
se respete es un templo de peregrinaje obligatorio para aquél dispuesto a
desmigajarse mientras a las cinco y treinta de la tarde cierta luz pinta de
dorado el panorama.
Semejante costumbre la cultivo desde
adolescente. Si alguna vez he creído asimilar qué diablos significa el término
contemplación, ha sido gracias a la experiencia con un libro, un cappuccino, un Partagás y una mesa bien
ubicada para darle y darle a la lectura, alzar la vista cada cierto tiempo y
observar cómo anda el patio.
Y en esas estaba la otra tarde, junto a
Camila, mi hija de catorce años. Tengo la fortuna inmensa de que esta chiquilla
es mi irremplazable compañera de lecturas. Así como lo lees, sin quitar ni
exagerar. Se acostumbró, a fuerza de mirar, a entrarle a la página en nuestros
cafés predilectos. Teníamos algunos en Venezuela y tenemos algunos aquí, lejos,
adonde vinimos a parar por motivos de trabajo (ésta es una historia que
referiré en otro momento). Leíamos en silencio, metidos de cabeza en el Sweet&Coffee, echados en brazos del
disfrute como bañistas arrojados a las olas: ella sus novelas que según dice la
hipnotizan, yo un libraco gigantesco de Francis Scott Fitzgerald
-“De lo que no es nuestro están hechas las
estrellas”- dijo de pronto, levantando la voz más de lo normal, con la mirada
puesta sobre algún lugar del horizonte. Me llamó la atención ese tajo en medio
de la nada. Le pregunto qué le ocurre, qué le atrajo de la frase, por qué la
coge así, con pinzas, y la expone para escucharla a quemarropa.
-“Porque me gusta”- suelta como si nada.
Créeme que no hay mejor respuesta. Simplemente
le gusta y basta, se acabó. Mi interrogante iba de la mano con la necedad y fue
Camila la encargada de hacérmelo saber, con sutileza, con imaginación, con una
sentencia que resultó aplastante. Es que somos jodidamente cartesianos, en el
peor sentido, y pretendemos la pulpa, los jugos, el corazón de la belleza sin
detenernos en su olor, en su color, en su epidermis. En fin. Decía arriba que
creo vislumbrar por dónde van los tiros a propósito del verbo contemplar, pero
a veces, más de las veces que quisiera, soy un anodino sin redención, mendicante
de pragmatismos que rayan en la estupidez.
Darse de bruces con lo hermoso no merece de
entrada los sablazos de la razón. Toparse con la belleza supone en un primer
momento cierta operación para la cual necesitamos un arsenal de papilas gustativas.
Y ahí las tenemos, y ahí mismo las hacemos a un lado. Cuando Camila saborea su
frase, cuando cata el dulzor o el amargor del lenguaje, sólo existen ella y las
palabras, el sentido, la sorpresa, el hecho que termina siendo mágico por donde
lo mires. Así deben ser los encontronazos con lo bello, con lo valioso, con
cuanto nos inspira e incita a hacer un alto para mirar y remirar. La belleza exige
detenerse, asimilar el puntillazo, entregarse a la petite mort que, ya vemos, trasciende sexo y erotismo.
-“Porque me gusta, papá, porque
me gusta”- respondió. Y yo sonreí y guardé silencio. Esa fue su mejor
explicación.
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