Me siento en la terraza de un café a ver
pasar la vida. Expresso, bolsa de
tabaco para la pipa y un libro de cuentos de Ednodio Quintero, página noventa y
tres. Ver desde una mesa de café tiene la ventaja de que enfocas como nunca, pones
tu atención a punto, olvidas por un rato las historias de Quintero y ya, de
veras ves, miras, hurgas en eso que de otra manera sería imposible contemplar.
Me siento en la terraza del café y observo.
La vendedora de rosas salta de mesa en mesa, el hombre del sombrero toma la
mano de esa chica, aquel perro echado da la impresión de escrutar el
universo mientras una nube de mosquitos
es desfigurada por la violencia de su cola. Veo desde esta mesa de café y
pienso. Escenas de infancia, calles empedradas, tarantines, quioscos, ventas
ambulantes a cada lado de la calle. Miro desde el café y sin dejar de ver,
ubicado justo en esta mesa con mantel a cuadros, me detengo en lo que no veo.
Es decir, veo como cualquiera, en concreto, eso que mis ojos abarcan desde la
trinchera en plena calle Foch pero me concentro en mirar lo que no veo nada más
que sentado en esta silla. Y ahí aparece un trozo de playa en la costa, ciertos
puestos de verduras en un mercado maloliente, una mujer semidesnuda que baila
alrededor de un tubo.
Sentado aquí miro cuanto tengo enfrente y
basta con eso. No miro como miras tú, o como yo mismo lo hago fuera de este paréntesis
que es sentarme a ver desde el café. Tan pronto miro desde la terraza del café
se abre una dimensión distinta y lo que menos importa a simple vista es eso que
veo sentado en este sitio. Es mucho más urgente, cobra relevancia incuestionable,
necesidad ontológica según diría algún filósofo frustrado, cuanto no veo desde
aquí y cuanto no podría mirar si no me hubiese dispuesto a contemplar desde
esta terraza de café.
La verdad es que ver desde la mesa de un
café tiene mucho de mirada hacia adentro, dime tú si no. Un adentro que por
raro que te suene puedes vislumbrar en el afuera que es este horizonte apostado
ahí, al mirar de cierto modo cuando echas un vistazo desde la mesa en la
terraza del café. Por eso de vez en cuando vale la pena sentarse a observar no
como observan tantos que se sientan y entre cortado y galletitas hurgan y
escudriñan hasta que se cansan de atisbar, sino, digo, vale la pena observar
justo eso que no ves desde esta posición, desde la geografía de la mesa que
eliges y es atalaya, escondrijo, rincón único a la hora de pasar la vista por
los recovecos de eso que se expande frente a ti, como un gas, aunque no puedas
verlo si ves como ves cuando no estás sentado en la terraza de un café.
Entonces sigues en lo tuyo, miras a lo lejos,
bajas luego la vista para comprobar que todo sigue como lo dejaste: Ednodio
Quintero en su libro, un expresso que
se enfría, media botella de agua mineral, tu pipa apagada a un lado del
cuaderno listo para que apuntes tonterías. Y escuchas el ruido, las voces de
muchos que ocupan mesas cercanas, y alguien que sentencia: “aquí hace falta un
Hitler”, y otro que suelta: “ese virus es un invento de la CÍA”. Y vuelves de
seguidas a mirar, a cubrir el horizonte, a ver lo que jamás verías sin tomarte
la molestia de observar desde esta mesa de café.
1 comentario:
Que gran post. Me ha gustado mucho leerlo, se me ha echo corto. Yo lo que siempre busco para cuando tomo cafe o comida, es un bar que utilice mobiliario de hosteleria de acero inoxidable, ya que es un material perfecto para la higiene de cualquier comida o alimento. Me encanta tu blog.
Publicar un comentario