4/19/2013

Futuro


    Me siento a escribir. En este café que es mi trinchera cojo un Balmoral entre los dedos, lo enciendo, doy algunas bocanadas, dispongo las comas, distribuyo puntos y seguido, le tuerzo el cuello a ciertos diálogos y muerdo el polvo cuando me da por reinventar metáforas.
    Toca mi hombro varias veces para hacerme reaccionar, para romper el cerco de concentración que construí entre la calle y el ruido por un lado, y los folios, el lápiz y yo por el otro. La señora, anciana ya, quiere leerme la mano. “Voy a decirte cosas buenas”, afirma sonriendo.
    Siempre me ha importado poco esa manía de andarse uno adivinando el futuro. Nostradamus, Merlín, el brujo de la esquina y el horóscopo tienen mucho de conservadores, guardan muy adentro la idea de dirigir los hilos, controlarlos a placer, mantener el sistema a favor de la tranquilidad que da otear el horizonte y espantar los moros de las costas. Y que me perdonen los de la Nueva Era, los futurólogos de mil pelajes y otros sabuesos por el estilo.
    Medio mundo pagaría lo que no tiene con tal de apaciguar incertidumbres. Yo tengo por bueno que ignorar el desenlace, asistir al paso de los años con poquísimas certezas es gasolina con octanaje de primera, es decir, vivir resulta entonces una aventura digna de corsarios de la vida, de bucaneros de esta película en caliente que supone desgranar con pasión el minutero.
    “Voy a decirte cosas buenas”, repite de pie, a un lado de mi asiento, sin apartar aún la mano de mi hombro. Yo debo ser un bicho raro. Insisto: me importa medio rábano la lectura de la mano, o de la borra o del tabaco. A veces pienso que en el afán por saberlo todo aquí y ahora, de una buena vez porque somos impacientes y no hay que llegar tarde a la oficina, pateamos las machorras bolas de cuanto es mejor labrar con pulso, de cuanto es posible erigir a fuerza de tiempo y experiencia irrepetible justamente gracias a la incógnita que ella trae consigo mientras la desmenuzamos y la saboreamos.
    Eso. Pues sabor. Cuestión de sabor, y mire qué gastronómico se va poniendo el patio. Si usted me dice cosas buenas, señora, le da un hachazo en medio de la frente al asunto que es vivir. No me diga cosas buenas, y ni por asomo las malas, que tampoco es que sea yo un practicante del sadismo como deporte extremo o cosa parecida. Deje mis manos en su sitio, con el puro entre el índice y el medio, y ya le digo, prefiero usarlas para acariciar las piernas de esa dama, o levantarle la falda a aquella otra, y para nada ocuparme de sus líneas, callos, protuberancias y otros recovecos.
    Si usted pide que ponga boca arriba la palma de mi mano con la intención de echarle una leidita, yo le sugiero que abra a García Márquez, Condorito, el periódico del día, a insulsos redomados como el bueno de Coelho o E.L. James y páseles la vista, que algo queda. ¿Me acepta un café? Cuénteme de arenas movedizas, de terrenos vírgenes e inexplorados, dígame algo untado de adrenalina o de vértigo donde la seguridad vuele siempre en mil pedazos. Hábleme del lado más oscuro, divertido, profundo y enigmático de toda vida humana: el hecho de atravesar los días sin barómetro ni brújula, sin aspirinas, certidumbres, chalecos antibalas o manuales para calentar la sopa.  Le pido ese café, charlemos. Siéntese. Yo invito.

1 comentario:

Antolín Martínez dijo...

Porque no solo es excitante el punto de llegada, también lo es el viaje. Hay que degustar el viaje.