1/13/2014

Alquimia

    De niño juraba que llegar a adultos era cosa sin complicaciones. Me rebanaba los sesos develando el misterio pero nada, imposible dar con el mecanismo que propiciaba de golpe y porrazo tal metamorfosis. Imaginaba simplemente que un buen día entraba en mi habitación y despertaba luego noventa centímetros más alto, con canas y bigotes y pastillas para la tensión sobre la mesa de noche. Viéndolo desde el presente,  una alquimia menos llamativa que esa otra responsable de convertir el plomo en oro, en la que también creía de pe a pa.
    El hecho de que mi padre fuese mi padre, con su metro ochenta y yo con mi metro diez, el enigma de que alguien fuese más trigueño o menos lacio, más alto o más bajo, dientón o con los incisivos parecidos a un grano de arroz, me quitaba el sueño a diario. ¿Cómo llegaba uno a ser grande? ¿Cuándo se lograba el cambio? ¿En qué momento proliferaban las arrugas? ¿Por qué no había pistas, ni huellas del proceso ni forma de espiar cuanto ocurría? La explicación era una, ya lo he dicho: cerrando los ojos y yendo a la cama, en algún momento escogido por Dios o quién quita, a lo mejor por la mismísima Santa Eduvigis -de quien mi abuela era devota y de cuyo rostro había imágenes por toda la casa-,  se daba la transformación. De cierto modo éramos Gregorios Samsa aún sin saberlo, fieles subsidiarios de una fatalidad que a todos nos tocaba.
    Un adulto era eso, misterio que me impedía dormir a veces, gente alcanzada por el rayo transformador de la divinidad, llena de achaques, miope las más de las veces, habitante de un mundo diferente al mío por donde lo viera. Entonces me hice adolescente. Crecí. Mi padre me llegaba a la nariz, tuve que comprar afeitadoras, ya no usaba pantalones cortos. Ahí supuse que la humanidad se dividía en dos: los adultos por completo adultos, trasplantados de la infancia a una tierra de nadie a partir de cierta edad, y los adultos que lo son gracias a que se expandieron como el hule, pasaron de los ocho a los cuarenta y dos porque la niñez es un chicle que por fortuna se estira.
    Cada vez que leo a Cortázar termino por reconfirmar la regla. Un maniqueísmo de lo más encantador cubre la Tierra: Cronopios, Famas y en el medio Esperanzas, esos individuos que perdieron el tren al Paraíso, conformes ya con ser veletas, esclavos de las circunstancias, peleles para siempre entre dos aguas.
    La verdad es que disfruto recordando estas cuestiones. Pendejadas de la edad, dice un amigo con quien comparto delirios parecidos. Hoy en día veo niños envejecidos y también ancianos que todavía buscan su Vellocino, lo cual es muy estimulante con lo podrido que anda el patio. Es lo que pretendo enseñar a mis hijos: la realidad puede ser de otra manera.
    En cuanto a mí, sigo leyendo a Cortázar, que era un muchacho a los setenta y tantos y tengo la impresión de que Alicia en el país de las maravillas fue con justicia Alicia en el país de las maravillas porque metió de lleno la nariz en el espejo, asunto muy serio si a ver vamos, sobre todo cuando medio mundo está empeñado en irse a la cama, cerrar los ojos y despertar siendo el mismo cada mañana, así tal cual, una tras otra, hasta el fin de los tiempos.

12/05/2013

Fontaneros



    La otra vez abrí el diccionario y encontré la palabra zeúgma. Estuve pensativo un rato, dándole vueltas al misterio que encierra vocablo tan extraño. La verdad es que el lenguaje se parece a una pared llena de tuberías y nosotros somos los usuarios, los manipuladores de esa realidad, fontaneros de la lengua en el sueño o la vigilia.
    Zeúgma tiene mucho de término médico enredado en los zapatos. “Tiene usted un zeúgma pericoidal supraestrageno”, ¿se imagina?, como para ponernos el cuero de gallina. Entonces lo repito varias veces: zeúgma, zeúgma, zeúgma, y  a Dios gracias me da por olvidar pronto el asunto.
    Uno piensa en la belleza de la palabra claraboya, por ejemplo, o de celosía, y ante zeúgma no queda más que deprimirse. El lenguaje es una cosa rara, por supuesto, se las trae de pe a pa, y para remate la belleza tiene también sus recovecos, su personalidad más que explosiva, un poder de aplastamiento que no puedes  esquivar. La de algunas mujeres, pongo por caso. Existen chicas lindas, hermosas por donde las mires, pero bellezas, compañero, verás pocas a lo largo del camino.
    Decía Alejandro Otero que determinados cuadros jamás le parecieron bellos, por mucha historia del arte y por mucha muestra en galerías o museo del Prado y blablablá. Eran cualquier cosa, bien construidos, justamente concebidos, milagrosamente pensados, pero bellos nunca. Puedo entender a mi paisano, creo intuir por qué lugarejos lo arrastraba la nariz. En fin, que ante un enigma como éste, frente a la belleza de una hembra levemente estrábica que despacha en una tienda de Altavista yo no sé adónde irá a parar tanto polímero hecho tetas recrecidas o culos ensanchados. ¿Me comprendes Méndez?
    Dejo de pasearme por las nubes y otra vez ahí, el diccionario y la desagradable bernegal, la acomodaticia dialipétala, las horrorosas crótalo, ceporro o zaragata. Hay que ver, uno aprieta aquella tuerca, elimina con la llave una gotera, pero más acá revienta todo un tubo. La fontanería del lenguaje da para obsequiarnos cefaleas a cada rato. Recuerdo ahora mi infancia y esternocleidomastoideo. Vaya palabrita. Esternocleidomastoideo es una mujer de un metro ochenta con piernazas que para qué te cuento pero fíjese, nadie apostaría un centavo porque esternocleidomastoideo coja pizarra a la hora de las galas lingûísticas. Sin embargo yo, feliz, le juego todo y que me lleve el diablo.
    Paso la vista nuevamente por zeúgma, evito olisquear su significado. Lo que menos me interesa es lo que escupe la Real Academia acerca del asunto. Zeúgma es fea con bolas y cristal hermosa. Sobaco es un clásico de la horripilancia mientras caleidoscopio me emociona hasta las lágrimas. Arcoiris, batracio, roncha, adenosín, escoja usted. Hay palabras que me revientan de entrada pero ahí están, como si nada, y existen otras que me encantan pero ni siquiera aparecen en el libro de los libros. Es bueno inventarlas, claro, y para eso estamos. Fontaneros del lenguaje, a mucha honra.

11/28/2013

Un clásico

How can i go on. Freddy Mercury y Monserrat Caballe.

¿Dejo el enlace y la escuchamos?
http://www.youtube.com/watch?v=EaAExrGO5Ks

11/18/2013

La corrupción como forma de vida

    
Tomado de: Expediente contra la corrupción. Revista de Ensayos Políticos. Ediciones de La Causa R, Caracas, año 1, núm. 1, oct. 2013. 
    
    Cometer ilícitos, delinquir, manifestar conductas reñidas con la decencia y con las leyes ha sido, es y será un hecho inherente a la condición humana. Hobbes ya lo decía, palabras más, palabras menos: es tan peligroso el hoyo en el podemos caer que sólo el contrato social nos salva de nuestra naturaleza destructora.
    Así, perseguimos el bien común poniéndonos de acuerdo para vivir en sociedad. Nos protegemos, a fin de cuentas, de nosotros mismos. Corromperse siempre va a resultar una posibilidad al alcance de la mano. No es extraña entonces la corrupción, vista a través del   lente, del abanico a propósito de lo que en ella cabe, y mucho menos la administrativa, entendida aquí como el desvío ilícito de lo público hacia el coto de lo particular.
    Según ONG’s tan serias como Transparencia Internacional, Venezuela posee el triste privilegio de ocupar un sitial de honor entre los países más corruptos del mundo. Si bien el fenómeno existe a lo largo y ancho de este maltratado planeta, ciertas regiones llaman la atención porque el mal, que ha engordado, ha echado raíces y se ha apoderado de la estructura burocrática de los países más golpeados por el flagelo, llega a ser estructural. El aparato jurídico penal luce en ellos carcomido, la seguridad ciudadana y el bienestar social en general distan mucho de ser lo que en teoría deberían, la concentración de poder en manos de un caudillo (un hombre fuerte, un “iluminado”, un presidente sin mayores controles en su gestión) hace de las suyas y el resto de los poderes públicos inclina la cerviz ante el Ejecutivo. Finalmente, la gente, en su inmensa mayoría, no ve con malos ojos el asunto, es decir,  ni condena ni rechaza al pícaro que medra hasta “triunfar” luego de usar la política como medio para enriquecerse. De alguna manera la sociedad se erige en cómplice del problema que nos toca. Nuestro país, triste es decirlo, no escapa a estas verdades.
    Para que lo anterior ocurra deben existir ingredientes fundamentales que sustentan y abonan el florecimiento de la corrupción que cala hasta los huesos en la Venezuela del pasado y del presente: un conjunto de valores, una simbología, una psicología y un lenguaje que erige la plataforma ideológica sobre la que se sustenta el hecho que abordamos. La sociedad venezolana (y esto es observable desde la Colonia) mantiene una relación con el Estado cuyos intereses no convergen en un punto de fuga donde el objetivo es la consecución del bien común. Pareciera que por lo general los ciudadanos no consideran como bien público el patrimonio que deben manejar los distintos gobiernos, de modo que el pillaje en este ámbito puede ser perdonado y, más aún, justificado gracias a que la administración estatal es poco menos que una entelequia, concebida por la mayoría como algo ajeno a ella: una especie de limbo adonde llegan quienes se harán de algún botín. Los bienes colectivos no son percibidos entonces como posesiones de la ciudadanía sino como entera propiedad del Estado, refractario siempre a los intereses del común de los mortales.
    Ésto, sumado a la esperanza depositada en un líder cuya autoridad y carisma resuelvan todos los problemas, abre las puertas de par en par para que América Latina se transforme en caldo de cultivo, en tierra fértil donde el pícaro se desarrolle, transgreda  impunemente, hurte, tome los caminos verdes para lograr sus objetivos, extendiéndose tal mentalidad y tal conducta a todos los niveles del entramado burocrático y político existente. Si el Estado es percibido como un ente lejano al ciudadano cuyos fines no concuerdan con sus esperanzas e intereses (el progreso, el bienestar), no debe extrañar entonces la realidad que hoy como nunca tenemos enfrente.
    El héroe y el pícaro (los dos rostros del líder redentor) se dan la mano, se encaraman en el altar de lo mágico, de lo todopoderoso en función de un ejercicio equivalente  a la exacerbación de la mediocridad y el  populismo en sus peores manifestaciones. Cuando uno y otro (en verdad el anverso y el reverso de esa moneda que supone una sociedad menos contagiada de estos males) se funden, se transforman en el trampolín que brinda el tan ansiado ascenso fácil, lo cual, por otras vías, luce casi inaccesible.
    El cáncer de la corrupción  se pasea rozagante por la administración pública venezolana  y ya sabemos lo que éste provoca en cualquier democracia sin suficientes anticuerpos para combatirlo a fondo: termina socavándola, disminuyéndola a niveles que serán la caricatura de lo que deberíamos construir. Hoy, en Venezuela, es urgente que la decencia prevalezca. Es la única manera de preservar la democracia misma. 

11/01/2013

Papel Literario

    El domingo 27 de octubre el diario El Nacional publicó, sólo en la web, su Papel Literario. La razón fue económica, o sea, falta de dólares para importar papel. Ustedes comprenden. La necesidad, pues, obligó a mutilar la edición impresa de esa fecha.
    Lo anterior es perfectamente comprensible. Ante la desolación brutal que vive este país resulta ineludible tomar decisiones, muy drásticas a veces, a la hora de manejar una empresa. Si escasea materia prima para trabajar y salir adelante el corolario exige reacomodos: se eliminarán ciertas páginas, se disminuirán otras y, en fin, se replanteará el asunto con el objetivo de mantenerse a flote.
    Hasta aquí todo hermoso, como el oso. Nada que un buen capitán no lleve a cabo cuando llega la tormenta si la cuestión es evitar naufragios. No obstante,  Papel Literario  -preciso es no olvidarlo-  es el suplemento cultural más longevo de América Latina, es una escuela y un nicho particular en el que se ha pensado el país desde la literatura y desde diferentes manifestaciones del arte; es un espacio con siete décadas a cuestas quebrándonos los platos en la cabeza y es una manera de escrutar el mundo hasta rehacerlo mediante la palabra, las ideas y el pensamiento, lo cual no es concha de ajo ni nada que se le parezca.  Nelson Rivera, su director, escribe desde el lamento: “la falta de divisas necesarias para la compra de papel ha alcanzado también a este diario, como a tantos otros en el país. Mientras este asunto encuentra solución, los lectores podrán encontrarnos en la web”. Y yo le pregunto a este individuo: ¿Por qué coño el suplemento literario fue la víctima escogida? ¿Por qué razón no enviaron al limbo de lo virtual al cuerpo de farándula, sólo por mencionar un ejemplito?
    “Porque nos da la real gana, señor, y déjese ya de andar jodiendo”. Punto. Esa podría ser la lápida para mis interrogantes. Me parece del carajo. Prefiero la honestidad de un escupitajo semejante a la alharaca de la mutilación perpetuada por la mano indolente de una realidad económica y política que nos tiene agarrados por los huevos. La culpa es del gobierno, ajá, con sus prácticas malsanas, con su incapacidad demostrada a lo largo de estos quince años de tragedia nacional. Excusas dadas, vista a la bandera, lloriqueos blandiendo el aire, se acabó. No me anden con pendejadas, por favor.
    Que este gobierno sea un bodrio, un parapeto impresentable y una cueva de ineptos al por mayor no es secreto para nadie. ¿Qué diablos puede importarle a un Maduro, a un Pedro Carreño, a un Cabello o a un Chacón lo literario, el arte y cuanta cosa despida tufos parecidos? Un pepino. ¿Qué demonios pasa si el Papel Literario, y digo más, si El Nacional, El Universal, Correo del Caroní, Tal Cual y demás impresos semejantes, junto a la madre que los parió, son borrados del mapa gracias al desastre económico que hace trizas todo lo que toca? Nada, absolutamente nada ante la mediocridad, la oscuridad, la incultura de tales personajes. Motivo de fiesta, que hay menos estorbos para la revolución. Pero ese no es el punto.
    Lo que resulta imperdonable en este novelón son los dedos índices desplegados en todas direcciones menos en la propia, el cotorreo vacuo y el perenne ya veremos. La cuerda revienta por lo más delgado, claro, y da la casualidad de que para El Nacional lo más delgado, la carnita para la parrilla, lo sacrificable por motivos de fuerza mayor y blablablá ha sido la hechura cultural de un Papel Literario que significa todo un universo a propósito de lo que hemos sido y somos como pueblo, nada menos. No me vengan con monsergas: o importa para El Nacional el suplemento con lo que simboliza e implica, con su carga de décadas llenas de inteligencia y talento creador, con su quehacer a brazo partido en función de una mejor sociedad y unos mejores individuos, o los lamentos son palabra y pose, lenguaradas sin valor y bastante demagogia, que vaya viendo usted, no es exclusiva de Maduro y sus secuaces.
    Si el Papel Literario en verdad supone para estos señores lo que dicen que supone, otro gallo vendrá a cantar al patio, nuevamente tendremos Papel… en la entrega impresa de cada domingo. Lo demás es cháchara de la que estamos hartos, lágrimas de cocodrilo para engordar la historia nacional de los ridículos, paja bruta como de costumbre. Amanecerá y veremos.

10/24/2013

Somos grises

    Uno cree que la vida de los otros es intensa, enigmática, poco aburrida y menos chata que la de nosotros. Me pongo a leer las aventuras de ciertos escritores  -sí, para algunos transitar por este mundo era aventura en carne viva-  y hay que ver, la pirotecnia cotidiana parecía metida en ellos hasta lo más hondo.
    Últimamente he tenido sueños raros. Apenas cierro los ojos siento que puedo atravesar paredes. Gracias a semejante condición, ah, y a la de lograr ser invisible cuando se me antoje, salgo a merodear por las calles, a ver el universo como me provoque, a hurgar en las casas vecinas. Voy y vengo a mi real gana, puedo asomarme a la noche de algunos personajes pero qué va, lo que descubro me deprime sin ningún tipo de atenuantes.
    La que vive enfrente tiene más problemas que razones para sonreír, pobrecita, y yo que la juraba flotando en nubes de algodón, asépticas, rosadas por todos los costados. La escuché el otro día  en plena charla con su amante y no pude un minuto más, salí espantado de la habitación. Ya en otro momento, me armé de valor y espié al señor X, escritor, ensayista para más señas. Conclusión: su vida es un desastre. Todas las veces, y juro que no exagero un ápice, con cada uno de mis elegidos resultó siempre igual, patético, mediocridad por donde te asomaras. De una imagen cargada de misterios, de experiencias vitales que suponía por completo estimulantes, derivó una realidad tan venida a menos como el día a día tuyo, o mío, o de cualquiera. Nada que hacer. Preferí sacarle el cuerpo al mundo de lo onírico y con ello, qué más da, renunciar a todos mis poderes.
    Entonces hallé el equilibrio. No me refiero, claro está, a considerarme dueño de mandalas equis o de mantras ye que sólo yo conozco o manipulo, en lo absoluto, pero la verdad sea dicha: he abierto un poquitín los ojos, me he acercado más al fondo del asunto, que al fin y al cabo es como captar distinto, como ver el patio con otros ojos y otra sensibilidad, vislumbrar, pues,  de modo diferente eso que dieron en llamar género humano. No está mal después de todo.
    Somos grises de cojones, pequeños como insectos, con el ego desmesurado típico de quienes creen tener a Dios cogido por las barbas. Eso es. Sobresalir en algo, observar destreza consumada en determinados quehaceres, brillar en ciertas ocasiones sólo es evidencia de cuán tercos podemos terminar siendo. La vida promedio de cualquiera, en el fondo, es tan oscura como la de Juan, Alexis o el portu de la esquina.
    Así que no hay que tragar cuentos. Yo, que pude atravesar tapias, murallas, hacerme invisible con únicamente roncar a pierna suelta en una cama, soy manojo andante de problemas financieros, laborales, psicológicos y sentimentales. Mi inteligencia, normal tirando a baja, no ayuda demasiado y esto refuerza lo que digo: cero intensidad, nada de aventuras descollantes o existencia inflamada al rojo vivo. Acaso sueños destripados, huidizos como hormigas que escapan de algún dedo empeñado en aplastarlas. Vivo al día y eso me basta. Logré captar el lado oscuro de mi lección, no otro que sacarle punta hasta a las piedras, o lo que es lo mismo, darme de bruces con la mínima sorpresa que flota en el café, en el aire, en el licor de la copa, y bebérmela sin tregua ni respiro. En fin, que ya me estoy pareciendo a Coelho y eso espanta. Ni por el carajo.
    Cuánta paradoja, en una ocasión busqué colarme en la habitación de una mujer, es decir, pretendí burlar rejas, paredes y hacerme invisible, pero no, aún así choqué de frente contra muros, columnas y obstáculos de todos los pelajes. Tiempo después, fíjate, me dijo guapo, ven, por lo que hallé las puertas abiertas de par en par, incluidas sus piernas. Es que somos ciegos, claro, y torpes, pero lo interesante, lo que ya jamás olvido es que en el momento justo alumbra el sol, el tuyo, el que hasta cierto punto llevas apagado adentro, y el de todo Cristo. Es la maravilla. Lo demás es cuento, créeme. Puro cuento y se acabó.

10/18/2013

Gente de película


                                                                                                                                                                                       A Pedro Suárez


    De muchacho me daba por imaginar que la realidad era en verdad una película. Caminaba por las calles, compraba en los abastos, y a cada rato suponía que un ojo gigantesco a modo de lente cinematográfico seguía mis pasos filmándome, tomando panorámicas de la ciudad, empaquetando en celuloide la rutina que me tocaba despellejar con la navaja del absurdo o del humor.
    Soy un animal prehistórico en eso de las tecnologías, pero reconozco que entre una cámara y yo existen más coincidencias que razones para suponernos mutuamente excluyentes. Así como ella registra el universo desde el horizonte de su óptica particular, uno también lleva el mundo adentro, trazado en imágenes, como si desde el estómago un trípode y una handycam se elevaran hasta los ojos capturando la vida en tecnicolor.
    De niño me pasaba que al entrar en un lugar, pongamos por caso un restaurante al que a veces me llevaban mis padres, de pronto a dos mesas terminaba su postre Ursula Andress. Y al rato Jackeline Bisset cruzaba el salón tomada del brazo de un señor que siempre me parecía (todos, todos me lo parecían) indigno de semejante mujer salida quién sabría de dónde. En la plaza, en la parada de utobuses, en el café que existió toda mi infancia a media cuadra de la casa: Alain Delon, Juliet Binoche, Sophia Loren, Woody Allen, Julia Roberts, Stephanie Zimbalist, a cada uno de ellos vislumbré un día cualquiera entre la gente, el tráfico, el ir y venir de la Upata que me tocó transitar años atrás.
    Repito entonces que tengo mucho en común con una cámara de cine aunque jamás he visto una de cerca. Nunca estuve en un plató de filmación y fíjense, juraba que abrir los ojos, salir a la escuela, hacer los deberes, jugar con el perro o telefonear a un compañero formaba parte de un entramado mayor, integraba escenas que todo lo abarcaban, que un director  -acaso Hitchcock si el asunto paraba los pelos, quizás John Ford cuando había trifulcas al estilo vaqueros de por medio-  grababa con paciencia de artista en pleno oficio y ya lo saben, prohibido dedicarse a molestar. Cada quien vive su película particular y la mía era una que duraba veinticuatro horas al día. ¿Algo hilarante en las calles? “Chaplin debe andar muy cerca”, me decía. ¿Enredos truculentos mientras mordía un pan en la cantina del colegio? “Moe, Larry y Curly tienen que estar haciendo de las suyas”. Y así.
    Con el tiempo uno aprende que la vida no es como una pantalla por mucho que lo deseemos, lo cual va poniendo las cosas en su sitio hasta que por fin hallamos nuestro lugar en el set de los adultos. Para que no nos llamen locos, por supuesto. El otro día una estudiante disparó en voz baja: “profesor, usted es igualito al Dr. House”, y juro que la nostalgia me agarró por el pescuezo. Retrocedí una pila de años, me vi comparando al tío Max con Marcelo Mastroianni, a la prima Lola con Catherine Deneuve. Sólo me dio por sonreír, por recordar. No  he sido el único con semejantes ocurrencias, por lo visto. Luego de un buen tiempo el abanico se abrió como una rosa y el gremio de los escritores hizo acto de presencia. Borges deambuló por el mercado de mi pueblo, Cortázar, Dostoievski, Ítalo Calvino, Garmendia y Úslar Pietri fueron avistados cuando menos una vez. Ya a punto de cumplir los dieciocho y en plena  Tropicana, burdel upatense al mejor estilo de “La casa verde”, creí ver a Vargas Llosa Polar en mano sobándole las piernas a una dama.
    Pasaron décadas, quedó atrás una montaña de lunas. Como he dicho antes, la vida no es como una película, y ahora agrego que ni como una novela, pero aún así todavía dejo la puerta semiabierta para charlar con los fantasmas. Anteayer cené con un amigo, conversamos  -por lo general éste es un deporte que me gusta practicar con regularidad-. Al terminar, ya listos para subirnos al carro y largarnos, noté a un señor de pie en un balcón del centro comercial. “Mira a Salman Rushdie”, le dije. Él sonrió desconcertado, le conté entonces el por qué de semejante comentario, mencioné alguna anécdota infantil y noté otra vez su sonrisa a medias, gesto de complicidad que únicamente la amistad ofrece sin trámites mayores. Era Salman Rushdie, claro, estoy seguro de que el tipo del balcón era el mismo Salman Rushdie.

10/10/2013

Día de la Raza, o como se llame

    Junto a mi mesa conversan dos tipos mayores. Alzan la voz, gesticulan, piden más café, y por mucho que me escudo intentando escapar de esas diatribas con No digas noche, de Amos Oz, un comentario hace saltar mi taza, los libros, el cenicero y la botella de agua mineral.
    Tengo la costumbre de vivir y dejar vivir. Tamaña máxima la aprendí de mi padre hace una punta de años, de modo que entre ceja y ceja llevo la convicción de que cada quien con su cada cual, cada oveja con su pareja, cada loco con su tema o cada luna con su medianoche. Lo contrario es cercenar la más íntima de las necesidades, que es la de privacidad, y es darle un hachazo a la libertad en el mero centro del occipital. Conmigo no cuenten para eso.
    Pero a veces se entremezcla la gimnasia con la magnesia y qué va, el cóctel resulta intragable a cualquier hora, lo que me hace fruncir el ceño, levantar como zorro las orejas,  detenerme a propósito del bodrio que mis vecinos tejen a quemarropa. Entonces ya ven, este sábado comento en voz alta para ustedes. Y es que el mundo chorrea belleza, enigmas que bien valen el recogimiento y la contemplación, pero también miserias, escupitajos cargados de prejuicios y resentimientos que, como está el patio, hay que despacharlos rápido sin darles tregua ni respiro.
    No sé de qué iba la charla en su contexto general y me interesaba un pepino, pero alguien habló de Venezuela, y luego de América, y de España, y de ahí surgió la acusación, la palabra genocidio -que por supuesto no ha sido lavado todavía, decían-; de ahí se materializó el prejuicio, el dedo índice, la imbécil creencia de que todo el mal que nos agobia hoy tiene certificado de nacimiento en la Conquista y comienza en aquellos días llenos de espadas, de sotanas y de cruces.
    No conozco un sólo país ajeno a la pólvora o al cuchillo, a la violencia demencial en cualquiera de sus manifestaciones. No existe sociedad humana virgen, de espaldas a mil avatares en que las injusticias no se abracen con la sangre, con la explotación o la traición, con las más bajas pasiones a la hora de anexarse territorios, defender dioses, imponer cosmovisiones y enarbolar mejores formas de matar o pisotear. Así que no me vengan con cuentos: dos buenos señores dándole a la lengua, consumiendo café plus con cremita premium de cereza y chocolate derretido al canto, que pagarán su cuenta al pelo y seguro  también sus impuestos, que pobrecitos, lancen como si nada cuatro inocuas pendejadas producto de una charla típica de ociosos en un cafetín de pueblo, vamos, no debería ser para tanto. Pero lo es. De percepciones así, de sentirnos dueños del circo y sus alrededores, de tanto suponer que Dios ha bajado, que lo tenemos agarrado por las barbas, que nos brinda una cerveza helada mientras asiente dándonos palmaditas en el hombro, nace la creencia de que somos superiores, de que nos ultrajaron y hay que cobrar venganza antes o después, pero cobrarla.  A partir de disparates como ése aparecen las más alocadas supercherías  sobre nosotros y sobre el lugar que ocupamos en la trama dura y caníbal de este mundo, que por cierto no es ningún lecho de rosas.
    Nacionalismos de todos los pelajes, complejos de superioridad  o de inferioridad letales, ideas de pureza racial o cultural y otros delirios por el estilo, Hitler, Stalin, Milosevic, Pinochet, Castro, Pol Pot, Nerón, sume y siga y dígame, coño, si no hay que educar en serio para poner de patitas en la calle a cuanto huela a suposiciones parecidas, a asépticos diálogos como éste, a tantos tirios y troyanos incapaces de meterse en la historia sin gríngolas ideológicas con pies de barro, incapaces de advertir que existe otro, que hay alguien distinto a ti y que es maravilloso que eso ocurra.
    Por supuesto que  España conquistó, y lo hizo a la fuerza y a la bruta, con saña y crímenes de por medio. Negarlo es una absoluta necedad pero lo otro, alimentar odios, resucitar rencores, culpabilizar y no olvidar, hoy por hoy, es una imbecilidad tallada a fuego lento. A las alturas del año que vivimos la España de la Conquista forma parte de la historia, la historia con mayúsculas, y quien pretenda ahora  hacer lodos con aquellos polvos es un tarado que únicamente se cura con lecturas, con libros, con eso que dieron en llamar cultura. Lo otro es bolsería y bajeza humana, buenas para escupir sandeces y peligrosísimas si hallan tierra fértil en la que materializarse. Al carajo con ellas. Siempre.

Un clásico

Close your eyes. Michael Bublé. Dejo el enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=Chio1TqKFRk

10/04/2013

El rosado y el ahora


    En este país somos los primeros en algunas cosas. En mujeres bellas, por ejemplo. ¿Quién se atreve a dudarlo?, en más pícaros por centímetro cuadrado o en gente que se cree la más feliz del mundo.
    El otro día leía el periódico y hay que ver, somos unos tigres en inflación por las nubes, unos linces en asfixiar la libertad económica o en inseguridad en las calles, somos los campeones en corrupción, en descalabros de cualquier ralea y otras lindezas por el estilo. Complete usted la lista y cáigase para atrás.
    Recuerdo con nostalgia aquellos primeros tiempos de estos últimos fenomenales quince años en que un súper pensador, una caja de machetes llamada Jorge Giordani pegaba gritos a propósito de la década plateada, que ya venía, y la dorada, que Venezuela tenía a tirito, todo en perfecta armonía con Chávez vociferando el cuento de la potencia. Sin que le temblara un pelo repetía mañana, tarde y noche que este país hoy hecho un moñongo iba a ser una potencia, económica, tecnológica, pesquera, zandunguera y cuanto disparate le atravesaba los sesos mientras alternaba arengas con bailes, cuentos, chistes e insultos a quienes le recomendaban menos litio y más estudio.
    Resulta que ya somos un motor fundido. La Venezuela de este nuevo siglo camina para atrás a paso de vencedores, lo cual es tan verdad que si te descuidas un segundo terminas aplastado, pateado, vuelto una maraña de escombros por cuarenta mil razones aunque fíjate tú, tenemos patria, comandantes supremos, espadas que caminan por América Latina y bandidos dispuestos a continuar llenándose los bolsillos a cuenta del erario público, que al fin al cabo también les pertenece, no vayas tú a ponerte necio. Tengo la impresión de que Giordani, Jorgito Rodríguez, un bebé de pecho como Pedro Carreño o ese estadista que es Nicolás Maduro agarraron al toro de los problemas por los cuernos y éste acabó seccionándoles la femoral, pobrecitos los bienintencionados. Hay que llamar a los bomberos.
    Estoy en la consulta médica, respiro, respiro otra vez, me obligo a aguantar porque ya saben, esperar tu turno mientras llega el doctor Pérez o la doctora Aguerrevere supone armarte de una paciencia que no tienes y que no te da la gana de tener. Entonces lo observas sobre la mesita: el periódico del día, el único que existe en esa sala de los mil demonios, el diario Vea, gobiernero, embustero, nido de plumíferos que escriben todos masajeándose el ombligo. Bostezo y lo abro. Venezuela es tierra rosadita, es una fantasía que el comandante ha hecho realidad únicamente para ti. No tiene parangón. Es el paraíso que te niegas a aceptar por malagradecido, por imperialista, por esa carga de odio y desamor que te inyectó el capitalismo. Por algo la Central Intelligence Agency, alias CÍA, te corre por la venas y andas por la vida untado de pitiyanquismo, de oligarca hasta debajo de las uñas. El diario Vea es la luz, y la luz a veces encandila. Cuando te acostumbres notarás las maravillas, verás qué país tan súper del carajo la revolución ha modelado a tu medida.
    Mientras tanto llega Aguerrevere. Dejo el periódico en su sitio. Venezuela continúa tan gris como antes. 

9/27/2013

El hombre que meó en la esquina

    A lo mejor me estoy poniendo viejo, pero últimamente he visto a muchos con la bragueta abierta arrojando orín como si nada en las esquinas. Y la verdad es que me toca los cojones el asunto.
    Voy en el carro, mi hija ocupa el asiento de atrás. En plena calle un tipo se pone de frente a la pared y descarga la vejiga, se deleita contemplando el chorro, para él no hay diferencias entre la poceta y la avenida. La niña pregunta a quemarropa: papá, ¿qué hace ese señor ahí? Entonces, porque deseo darle la espalda a la cuestión, invento una de Disney mientras el retrovisor recoge a un perfecto hijo de puta guardándose el miembro, feliz después de mearse en el alma suya, mía, de todos.
    Tengo la impresión de que los años van haciendo su trabajo conmigo. Tiempito atrás me hubiese limitado a observar la escena, a mascullar entre dientes ojalá que se te pudra el pito, so cabrón, y pues nada, a seguir mi camino con Michael Bublé desde el estéreo y su You and I, que vale la pena escuchar sin mayores perturbaciones. Pero ahora me revienta a la ene, me quema la sangre el atrevimiento de un vago y un inútil hecho un cerdo borracho de cerveza, meando en la vía pública porque aquí estoy yo si no me han visto.
    Antes había un poco de respeto, cuando menos. En los tiempos de mi abuela o de mis padres valían más tu nombre y tus acciones que todo el oro de este mundo y eso fue lo que bebí en la casa, desde que era un tripón creyéndose inmortal y joven para siempre, y eso fue lo que aprendí en la escuela, porque de nada sirve que te llamen doctor o lo que sea si terminas siendo un patán y un sirvengüenza. Pero como les venía diciendo, me invento una de Disney, continúo la marcha observando en el espejo la imagen que se repite dos o tres veces por semana y hay que ver, todo bien gracias, es que somos tan modernos y tan siglo XXI que un tipo rociando úrea pantalón abajo en los jardines de la acera es cool y es cosa de los nuevos tiempos, no me aprietes los cojones.
    Imagino, mientras el retrovisor pone al alcance de la mano a este señor que sigue su camino vacío de orín y eructando cervezas, que se detiene un carro de la policía, que le dicen al oído oye, capullo, ¿dónde aprendiste a satisfacer públicamente tus necesidades?, y entonces lo agarran por los huevos alzándolo en peso para echarlo al fondo de la jaula. E imagino también que en las mazmorras el caballero en cuestión aprende, vía sus colegas de pernocta, a utilizar un urinario, a mear en privado, en el baño pues, como Dios manda, y hasta a bajar la palanquita.
    Pero dejo de pensar. Enfrente un semáforo cambia de amarillo a rojo. Me detengo. Los vendedores de espejitos saltan a la vía, los saltimbanquis reanudan su función y el hombre que meó en la esquina dos cuadras atrás se pierde contento, silbando a lo lejos.

9/21/2013

Un clásico

Don't throw it all away our love. Un cásico del grupo Bee Gees. Dejo el enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=MvYdJky2DbI&list=PLEDA912AF83F9DF15

9/20/2013

Plagas y cafés

    Me gusta escribir y leer en los cafés. Aprecio mucho más a las ciudades por ese regalo invalorable que extienden desde bulevares, plazas o locales mínimos abriéndose paso en las aceras.
    Tengo amigos que llaman pan al pan y vino al vino,  es decir, van a los cafés con ánimo de chismorreo, se dan de bruces con la gente, con el día a día empaquetado en un guayoyo o un marrón, y de ahí al trabajo, al hecho cotidiano que se repetirá sin falta durante toda la semana y listo, se acabó, mañana será otro día. Yo, que le busco la quinta pata al gato, resulta que los considero espacios para la contemplación, sitios donde la vida va y viene en plena ebullición, en completo estado de entrecruzamientos permanentes, por lo que llegar a ellos, tomar asiento, observar en silencio, abrir un libro o escribir este artículo mientras enciendo un tabaco se parece mucho a un ritual sin el que la tarde no muere, no se completa del todo. Un café es ese Aleph donde todo existe y confluye: la azarosa trashumancia de nuestra cotidianidad que es posible acariciar con las manos.
    Es impresionante lo dispuestas que andan las personas a hablar de cualquier cosa mientras el con leche se termina. Para ellas la mesa de un café no se distingue de una de billar o de ping-pong, no presenta mayores diferencias con la de un bar o con la de un tahúr. Un café, lo que se dice la mesa de un café, es para mí templo sagrado en el que busco reflexionar en paz cada pendejada que me atraviesa las sienes, y en consecuencia llego a ella con la actitud del peregrino subido al altar de sus dioses para desde ahí trajinar mejor sus dudas, sus enigmas, sus interrogantes. En los cafés leo, y leo mucho, y también escribo y miro atardeceres y pienso y luego existo, claro, y hasta mando para el mismísimo carajo a media humanidad y a la madre que la parió (políticos e intelectuales en primer lugar, no faltaba más). En fin, sentarse en un café tiene para este servidor connotaciones distintas a las de la mayoría, qué le voy a hacer, lo cual genera situaciones lamentables de las que acabo por huir espantado tan pronto comienzan a manifestarse.
    Leo a placer, sobre la mesa dejo dos o tres libros que suelo hurgar como un roedor, mi libreta para anotar vainas también ocupa su lugar, el marrón humeante está donde debe estar, el fajo de hojas blancas, el vaso de agua helada, el tabaco entre el índice y el medio, y entonces Julio o Pedro o Luis José que interrumpen como les da la gana, y después Ramón y Bernardo, y luego Manuel, Francisco, Leandro, Antonio o Mario hacen lo suyo, aunque sólo falte sobre mi trinchera un letrerito que diga: “Se agradece no joder, coño, estoy leyendo”. Hay que ver cómo cualquiera te saca de lo que estás haciendo, hace de tu concentración una papilla que luego debes tirar por el desagüe. Es increíble la manera en que te encuentran absorto y qué diablos, se sientan sin mediar palabra, te dan una palmadita y preguntan por tu suegra, llegan para saber qué lees, que escribes, qué piensas sobre la última bolsería de Nicolás Maduro o sobre la goleada que le propinaron a la Vinotinto.
    Mi abuela hablaba de respeto, de consideraciones, solía decir que era bueno practicar el arte de ponerse en los zapatos de los otros. Eso intento cada minuto de mi vida.  Lo último que deseo es terminar siendo un moscardón zumbante en orejas de terceros. Pero cómo abundan, santo Dios. Cómo se multiplican estos bichos.

9/15/2013

Chavez's Legacy, de Ari Chaplin

Excelente reseña del Dr. Fernando Mires a propósito del libro Chavez's Legacy The Transformation from Democracy to a Mafia State (University Press of America, 2013), de Ari Chaplin. Vale la pena leerlo. Dejo aquí el link de la reseña en cuestión: 


9/13/2013

Sueños a mediodía

    Hay quienes piensan la vida como algoritmo, o ecuación, es decir, fórmula  prefigurada que transitamos partiendo de A con ánimo de llegar a B. Y se acabó. Menuda forma de atravesar este valle de lágrimas, o de alegrías, o de las dos según se vea.
    En lo personal me gusta andar caminos que sin duda complican las cosas pero terminan obsequiando trozos de felicidad que para qué te cuento. El asunto exige una dieta a contrapelo de cuanto aparece en el diccionario, en las escuelas, en los libros de Coelho y demás recetarios por el estilo. Para medio mundo hurgamos, registramos, intentamos aprehender esto que llamamos existencia porque somos bichos capaces de pensar. La razón, entonces, como faro, Descartes  transformado en sumo sacerdote y punto: el saber llegando por añadidura. Me parece que la savia de lo que nos rodea, de la vida hasta su último filón llega además en función de otros modos de escudriñarle la nariz. Otros mucho más asombrosos, eficaces, enriquecedores.
    Para demasiada gente existir es respirar tranquila en la chatura de sus días. Piensan, claro, luego existen. Yo incluyo en el asunto a la fantasía monda y lironda. Los sueños, la imaginación, lo que tantas veces se esconde debajo de la alfombra es también una manera de buscar, es otra ruta de aproximación a lo que vamos siendo, ojo fabuloso que despliega mil y un horizontes imposibles de contemplar si lo desechamos sólo porque las actividades cotidianas hacen de la razón deidad única y totalizadora.
    Creo que la imaginación es una cantera de pensamiento extraordinario, los sueños una callejuela con mucho que decir a propósito del conocer, la fantasía un mecanismo de relojería sin parangón a la hora de vislumbrar facetas, perfiles, rostros nuevos del vivir incapaces de dibujarse a plenitud cuando nada más utilizamos para ello el herraje de un puñado de neuronas haciendo sinapsis cartesianamente. Qué va, no somos bípedos razonadores: en verdad somos animales que sueñan, lo cual es bastante más ambicioso y divertido que andarse por ahí como si con lo primero obtuviéramos de golpe las llaves del Paraíso.
    Desde que nacemos la mayoría se empeña en acabar con el iluso que llevamos dentro, estupidez que procura seres de lo más formalitos, adultos planchados y almidonados buenos para despellejar los días y las semanas a fuerza de cruda razón pero castrados para dar un paso más: correr a sus anchas por otros recovecos, justamente los que exigen usar el lado oscuro del cerebro, tomarse unos tragos con Dionisos, levantarle la falda a ciertas damas circunspectas. La verdad es que poco aprendemos a soñar. Poco hacemos por darle una palmadita en el hombro al niño que en el fondo puede hallar nido en nosotros, al punto de que la realidad termina cuadriculándose en función de un arcoiris blanco y negro. Triste, muy triste, pero cierto.
    Prefiero el mundo como ovillo. Me gusta verme como gato zaranjeando ahí, maraña de estambre y pelos y descubrimientos. El mundo, desde luego, sin corbata y sin paltó. En eso creo de cabo a rabo. Cada quien con sus vainas.

9/07/2013

El otro mago

I
    Ya sé que la magia no existe. No como la he entendido desde niño: algo, un no sé qué que te permite sacar conejos de un sombrero, transformar piedras en palomas o lograr que un vaso de agua se convierta en papelillo.
    A mi edad créeme que no estoy para cuentos. Uno vive su vida, estudia ingeniería, plomería o se mete a taxista, y lo otro es alimento para demagogos. Los magos quedan para historias fantásticas o novelitas rosa de las que andamos hasta los dientes.
    No, es que no estoy para cuentos. De muchacho sí, es decir, a los once o doce años iba a casa de Tomás o Jeremías y en un santiamén todo adquiría tonos pastel. Pero la magia, lo que se dice la magia, dicen que hay que buscarla dentro de uno, en el fondo, y creer en ciertas posibilidades. Para eso están los sesudos que chorrean pavadas a diestra y a siniestra. Pero lo otro, esa urdimbre de malabarismos típicos de feria surge prácticamente de la nada. La felicidad al alcance de la mano. El asunto consiste en pasarla bien.
    A veces, al salir tomado de la mano de mi madre y tropezarme en las aceras con gente apurada que iba de aquí para allá sin fijarse en los demás, como incrustada en un tubo que alguien después arrojaba a la vida y a las calles, jugaba a imaginar que una de ellas terminaba con el pie metido en algún hueco que se la tragaba por completo. Jamás pude acertar, en ningún momento se cumplió lo que pudo haber sido mi truco favorito, resultó imposible hacer que las circunstancias obedecieran eso que ordenaba gracias a una varita imaginaria.
    Crear mundos, alzarse con todo el poder y coger al toro por los cuernos  -el toro de la realidad embrujada desde tus hechizos, quiero decir-, repito,  nunca se me dio así como así. Yo soy un descreído sin remedio, asunto que agrava  todo el lío de modo que aún en la primera infancia rechacé lo que otros niños aceptan sin mirar atrás. Transformar la realidad, aparecer y desaparecer objetos con un chasquido de los dedos, convertir mi almohada en oso y, en fin, dominar el arte de transformar el plomo en oro, todo, absolutamente todo esto no ha tenido un ápice que ver conmigo.
    Mientras Raúl o José Luis volaban como Supermán o hacían de las suyas al más puro estilo de Merlín, mi yo interior andaba seguro de sus limitaciones. No me luciría con poderes extraordinarios y demás hierbas parecidas. La magia era para los magos, y los magos, caballero, vaya a buscarlos en los circos, no en un miércoles cualquiera mientras tomas el taxi para llegar por ejemplo al aeropuerto.

II
    Estudiar literatura, mi viejo dice que estudiar literatura es una vaina para ricos. Ven acá, muchacho pendejo, coge el teléfono, llama, toma, ya mismo  pídele trabajo a cuanta empresa se te enrede entre los ojos y el dedo índice. Coge el teléfono y repasa las páginas amarillas, paséate por ellas, insiste, insiste, dices que estudiaste eso, literatura o como se llame, ajá, dices eso y pides un trabajito, anda. Entonces me cuentas.
    Mi viejo jura que me moriré de hambre. Tu primo Ernesto, tu primo Carlos, tu primo Antonio, esos son tipos serios: odontólogo, contador, abogado. Tú eres tan inteligente, qué carricito tan inteligente, puedes estudiar lo que te dé la gana y mírate, feliz porque pasarás hambre de por vida.

III
    Cierro los ojos y me veo sentado. Percibo la dureza de las tablas. Estoy en un circo, uno de esos miserables y tristes que recaló en el pueblo como barcaza de segunda que toca puerto en medio de trasatlánticos o yates. En el escenario un personaje conocido realiza trucos mientras la mayoría aplaude. Una gallina sale de un saco vacío, un palo de escoba pasa a ser ramo de flores. Me encuentro en lo alto de las gradas, hechas con tablones  superpuestos encajados a otros mediante piezas de metal unidas con tornillos a diversos aparejos. El mago, vaya sorpresa que me llevo, es también el carnicero del mercado. Las veces que acompaño a mi madre para ayudarla con las bolsas de chuletas o bistecs, ese señor es el que atiende. Quién lo hubiera imaginado, ahora es mago en este circo. Es que ya lo sé, no existe la magia como no existe Santa Claus o el Hada de los Dientes o toda esa palabrería con que pretenden adornar la infancia. Sé muy bien que Supermán tampoco vuela, que Hulk ni es verde ni vive en parte alguna y sé también que los milagros, los de antes, los de ahora y los que llegarán en el futuro son ensoñación monda y lironda.

IV
    Como la magia hace plaf al estrellarse contra el suelo, prefiero ir sobre seguro. La gente se persigna, las señoras ponen el Ave María Purísima en sus bocas y el asunto fluye, dicen ellas. Para hallar cosas perdidas o para rogar un favorcito en pleno vendaval la magia sirve para el sosiego o para la resignación. También para que no se acabe la esperanza. Yo no. O estudio o me liquidan en el primer examen. O me gano el pan o nadie me va a multiplicar los peces. O hecho afuera todo el sudor de este mundo o al diablo, jamás llegaré a esa línea del horizonte que busco trasegar. Entonces nada, clavos, martillo, cincel, neuronas, braga de trabajo y adiós padrenuestroqueestasenloscielos. Chao suerte, hola romperme el lomo en la faena. Adiós señor improvisado, salud diez horas diarias con el culo aplastado en una silla pegándole a las teclas.

V
    A las teclas, sí. El viejo estaba equivocado. Ni cogí el teléfono ni patiné sobre páginas amarillas. Soy un escritor, así como lo lee: es-cri-tor. Peor que estudiar literatura, ya lo sé. Aún escucho sus palabras, el grito al cielo, la condena eterna, el desengaño final, definitivo, porque tu primo Ernesto, odontólogo, y tú un bueno para nada que terminará arrasado por quién sabe qué cosa, vencido por la vida, hecho polvo por la estupidez.
    Un caso perdido, eso es. Y aunque la magia pertenece a  Disney fíjate que desde hace mucho me la paso hurgando en algo que se le parece. Es decir, no hay varitas mágicas, no soporto a Harry Potter, tampoco trago a un Copperfield lleno de embustes, de glamour rosé y toda la parafernalia, de chicas guapas y un talento discutible, pero meto las narices en ese espacio extraño que es la fantasía. En semejante plano he aprendido a navegar. Un escritor crea fantasías, un escritor engaña a su manera y ese engaño debe estar lleno de verdades o estarás jodido compañero, o nadie creerá el embuste que cuentes en doscientas treinta páginas.
    En fin, que soy escritor, a mis veintitrés años soy un escritor que no estudió literatura y que a estas alturas seguiría siendo la vergüenza de su padre, que Dios lo tenga en la gloria. Un poemario, ni medio en el bolsillo, una novela negra, dos libros de cuentos, otro de ensayos, todos más o menos aceptados por esa señora extraña que dieron en llamar “la crítica”. 

VI
    Por lo general voy a un café y me entrego. Desde hace tiempo llego a mi mesa favorita, como el circo a mi pueblo y como el barco de segunda al puerto, para cumplir la tarea que tarde a tarde realizo como un quehacer sagrado: escribir. A las cinco y media El Diente Roto me espera con las sillas dispuestas. Entro, el rincón acostumbrado, café, agua mineral, tabaco, hojas blancas, bolígrafo barato. “El demonio que me habita” salió en este lugar, así como “La ventana de la casa azul” y “El reino del unicornio”.
    Mi mesa preferida está ubicada justo bajo el bombillo que ilumina parte del salón principal  cuya luz se cuela a través del pasillo que termina en otra sala, más amplia que la primera pero también más bulliciosa. La historia es simple, una línea recta que culmina en gancho al hígado: alguien escribe un cuento sórdido, erótico, oscuro. Un personaje cuenta lo que ocurre, siempre en primera persona, entre una mujer joven, dedicada a la pintura, y un hombre algo menor cuya aspiración es darle forma a su primera novela. Él escribe y mientras escribe la observa y mientras la observa día a día, a cada instante y con pasión obsesiva, crea la obra maestra que luego llegará, por fin, a los anaqueles de las librerías. Un reality literario, no cabe la menor duda.
    Ella también está ahí, la chica de la barra. La chica de la barra pide un Johnnie Walker en las rocas y luego del primer sorbo pasa la vista alrededor. Me ve pero no me ve, es decir, yo escribo y fumo pero todo indica que soy un pobre bicho que no vale la pena contemplar. No se percata de que estoy. Me mira pero no me mira. “Me observan, luego existo”, variante cartesiana que viene muy a cuento a propósito de las circunstancias. Moraleja y conclusión: soy poco menos que un insecto.
    Cruza la pierna y desde su asiento la chica de la barra es Venus emergiendo de su vaso, la Venus del whisky que ya va por la mitad. La falda es corta y el hecho de estar sentada la hace más diminuta aún. Piernas de infarto, cintura de infarto, subo la vista: tetas de paro cardíaco. La Venus de la barra bebe sola, bebe a placer mientras el insecto no le quita los ojos de encima y escribe y sueña, y escribe y recuerda la varita mágica de aquellos magos de pueblo y ojalá funcione, ojalá, ojalá, ella dispuesta para mí al calor de un hechizo, de Merlín, de Copperfield, maldita sea, pero ya sabes, ya lo requetesabes, la magia es pasto de individuos tan distintos, tan poco yo, tan imposibles para mí, qué se le va a hacer.
    Voy a dibujarla con palabras. No, voy a filmarla, escenas a base de escritura. Uno, dos, tres, acción. Sílabas, letras que la encierran y la entregan. Una mujer sabe lo que tiene, una mujer de verdad, caballero, conoce al pelo lo que lleva entre las piernas y lo que guarda en medio de esa maraña de neuronas. Voy a filmar a esa mujer con mis palabras y la película final cobrará vida sobre estas cuartillas aún en blanco. Ella sabe lo que tiene y yo también soy capaz de adivinarla. Ambos lo sabemos, estamos aquí para encontrarnos. Otro Johnnie Walker, me mira, claro, sin mirarme otra vez pasa los ojos por mí y de esta no presencia en que me he transformado me atrevo, la atrapo, toco sus piernas, abrazo con morbo su cintura, la traigo hacia mí, hurgo en su piel, recorro sus hombros, bajo, continúo bajando hasta las nalgas, hasta llegar a la falda cortísima y meter las manos en el fuego que ya nadie va a apagar. Me mira, esta vez sí me mira y me percato de cómo sus ojos se sostienen en los míos.  Escribo, no hay apuros, no hay presiones. Va a ocurrir lo que tiene que ocurrir y nadie apuesta a lo contrario. No hay magia, no hay trucos, no hay espectáculo para la galería. El conejo hace juego con el estofado. Nada de chisteras.
    Escribo: “Pasa las manos por sus piernas, de a poco recorre la cara interna de sus muslos”, y al desprender la vista del papel noto que finaliza el movimiento, que cumple su parte con la devoción que pongo en el libreto. Continúo, insisto, escribo ahora: “bebe un sorbo, apenas se moja los labios lleva a su lugar un mechón de cabello despeinado. Suelta dos botones de su camisa semitransparente”. De inmediato la acción se superpone al guión en pleno desarrollo. Sincronía, total complicidad. “Me levanto, nos besamos, abandonamos el lugar porque el mundo, el sexo, la vida, nos guiñan un ojo desde afuera”. En efecto, me levanté y al acercarme nos besamos como si sólo importara arrojarse a unos labios que esperan, a ese juego de lenguas y saliva y jadeos para salir después al mundo que desde hace tanto nos reclama.  

9/03/2013

Fumo, observo, pienso

    La magia de la lectura tiene que ver con darle todo el crédito a cada cuartilla que nos pasa por enfrente, asunto que supone un acto de fe con clima religioso: es preciso creer lo que nos cuentan. De tal premisa la conclusión será una o ninguna, es decir, caeremos atrapados por la historia que el prestidigitador de palabras lanza como hechizo o simplemente el libro no habrá cumplido su tarea más importante: coger al lector por el pescuezo y llevarlo así hasta la página final.
    Seis de la tarde. Camila y yo vamos a nuestro café de costumbre. Leemos. Desde esta terraza las luces del crepúsculo cubren hasta la última molécula de todo y con ellas me gusta desmigajar cuentos, saborear un marrón, fumar el tabaco poco a poco. Créeme que la experiencia resulta extraordinaria. El silencio termina imponiéndose a pesar del tránsito, de la gente, de la calle en plena ebullición. Ella devora la Historia de Judy  y yo despacho Filosofía feroz, de Michel Onfray, que al fin y al cabo fue decepcionante.
    Onfray pretende una condición que no cualquiera alcanza: la de enfant terrible. Y no termina siéndolo porque su pretensión es evidente. En vez de arrojar verdades a contracorriente de lo políticamente correcto y se acabó, su puesta en escena no convence. Demasiadas luces de bengala. Mucho ruido y pocas nueces. Leo estos ensayos y pienso que el autor devino en un Eduardo Galeano francés, otro irredento que ya crecidito supone al universo binario desde las entrañas hasta la epidermis. La izquierda y la derecha, o sea, los buenos y los malos, permítanme reír a mandíbula batiente. El mundo en perfecto blanco y negro, el libro como puñado de señalamientos: contra los ricos, contra el imperio, contra las grandes religiones monoteístas, contra las elecciones, contra los gringos, contra el capitalismo, contra el liberalismo. Y hasta ahí. Un catecismo manoseado hasta el hartazgo por la izquierda dinosáurica latinoamericana. No hay propuestas, ni aporte intelectual, ni alternativas que trasciendan el lloriqueo simplón. Si el capital es el lobo feroz, el culpable de la miseria universal, de los piojos en las cabelleras del mundo o de la putería en París y en San Fernando de Atabapo, si las elecciones en las democracias occidentales son el golpe concebido para la dominación  de los pueblos, si un liberal es el vivo retrato de un apestado pululando tranquilamente por ahí,  ¿qué pone usted sobre la mesa, señor Onfray? ¿Dónde están los sustitutos para el acabóse? ¿Qué hacer para paliarlo? Silencio sepulcral.
    Enciendo mi tabaco, dejo los lentes sobre el libro aún abierto, observo a Camila en lo suyo, transfigurándose en hada, en pirata, en dragón. Sigo sus ojos, fijos en cada cuartilla que es el mundo para ella en este instante. Imagino la aventura que vive ya mismo, las imágenes que pasarán por su cabeza, la curiosidad, la disposición para el ensueño que la caracteriza, la creatividad en plena faena, regalándole voces, movimientos, vida a cuanto ofrece el autor embutido en cada línea.
    Es curioso, desde luego, pero leer resulta justamente eso, construir otra vez lo que de algún modo viene empaquetado a manera de propuesta por un demiurgo que llaman escritor. Sí, un libro es una compilación de sugerencias, un streep tease a propósito de las ideas y lo más interesante es que tienes participación directa, ayudas a desvestir, formas parte del elenco. No dejo de observarla, me encanta hallar gestos casi imperceptibles en su rostro, alguna sonrisa diminuta, el entrecejo fruncido apenas un instante después. Tal es la geografía del goce literario expresado en quien se acerca a una novela o a un fajo de poemas nada más que por placer. Camila navega los siete mares y está absorta. Eso es leer, resucitar lo que tienes entre manos, recrear la obra que se desata ante ti y hacerla tuya. Me alegra saber que a su edad ya lo disfruta.

8/30/2013

Filósofos

    La gente es rara. Hay quienes odian a los gatos porque sueltan pelos, por sus uñas afiladas que terminan arruinando alfombras o sofás, por esa forma destemplada de gritar su amor a medianoche en los tejados. A mí me parecen tiernas criaturitas que no hacen daño a nadie.
    Tengo un pariente que, vaya uno a saber las razones de semejante asunto, se parece mucho a su mascota. Ese señor es igualito a su perro. Yo no poseo ninguna, pero me he convencido de que llevo algo de felino, de que en lo más íntimo de nuestro fuero interno un gato y yo compartimos más que el hecho de pertenecer a un mismo reino, el animal, y a una misma clase, la mamífera.
    Aprecian estar solos, la curiosidad les chorrea por pelos y bigotes, se la pasan rumiando pensamientos que quién sabe de dónde los sacan, como buscando explicaciones para ciertos problemas de la vida. La verdad es que los gatos gozan contemplando el mundo, que a veces es durísimo con ellos, pobrecitos, lo cual me hace creer que hasta son buenos filósofos, cuestión que los eleva muchísimo más ante mis ojos, usted me entiende, por eso de que yo también disfruto de lo lindo al encontrar con quién hablar de Kant, de Platón o Schopenhauer. Hay que ver.
    En fin, que me entristece un mundo cuando una señora, por ejemplo, los espanta a zapatazos o los agarra por la cola para echarlos de la sala. Tamaña injusticia sí que me hace hervir la sangre, más aún considerando a tanto bueno para nada que deambula por el universo sin que un taconazo termine cayéndole en el parietal. Asombra esa capacidad para permanecer absortos, en plena reflexión sobre asuntos macanudos, dándose a la tarea contemplativa como si fuese la última, como si ahí hallaran el Yin y el Yan, el Logos absoluto, el Aleph borgeano, la respuesta a todas las preguntas y qué sé yo qué más.
    Los días que corren no son los mejores para ellos, sobre todo si sacamos la cuenta y nos ponemos a ver la cantidad de perros, hámsters o canarios que la mayoría prefiere antes que al silencio misterioso de un gato que se echa en un rincón a lamerse las patas y las garras. En el fondo lo comprendo, y es que la verdad sea dicha: un perro es un súbdito cualquiera, una mascota como las demás. Pero un gato es todo lo que a usted se le ocurra menos una compañía faldera, lisa y llanamente porque son librepensadores de la cabeza a los pies. Ya quisiera buena cantidad de intelectuales en este maltratado país, pongo por caso, gozar de la inteligencia y libertad de estos bichos maulladores. Son unos libérrimos a tope, claro, y enamoradizos y fiesteros y noctámbulos, casi diría que vividores al más puro estilo de un Horacio con su Carpe Diem y toda la parafernalia.
    Hay mucho que aprender de estos muchachos, por supuesto, cuestión que exige bastante paciencia y elevadas dosis de trabajo, pero al fin y al cabo se puede, siempre se puede. En eso ando últimamente. De resto, pues nada, me ocupo de las tonterías de siempre.

8/24/2013

No ha llegado aún

    “Hablando se entiende la gente”, dice el refrán.  Qué curioso, pero mientras más lo intento menos me comprenden, y viceversa.
    El lenguaje tiene sus recovecos, sus subidas y bajadas, guarda en medio de llanuras clarísimas cierta especie de vegetación frondosa que da al traste con el hecho particular, meridiano, que lo funda: comunicarnos. Entonces ya ves, cuando dices A otros terminan por entender B, y cuando ese individuo con quien compartes un café afirma C, resulta que captas todo lo contrario. Tú sabes, puedes ir teniendo pistas de a qué diablos me refiero. ¿Me comprendes Méndez?
    En cuestiones de la lengua y sus enredos existe un mundo habitado por seres de todos los pelajes. Entre ellos los mecánicos, pongo por caso. Llega la fecha de entrega luego de quince días con el carro reparándose porque el arranque estaba malo y zas, no, no se acabó el martirio sino que se requieren tres semanas más: es que el clima estuvo frío, al gerente le dolió una muela, hubo vientos fuertes y, para remate, la gigantesca mata de mamón de al lado del taller se vino abajo aplastando enseres, vehículos mal ubicados y demás objetos por el estilo. Qué carajos. Cosas de la vida, te dices, y entonces sacas pecho para aguantar lo que te espera. Los carpinteros, fíjate, también dan la pelea, y la dan fuerte, los herreros ni se diga, ¿y las aerolíneas?, ufff, se esmeran de lo lindo por llevarse todos los elogios. Pero los médicos, pobrecitos, una inmensa cantidad de médicos obtiene a pulso el  primero y el mejor de los lugares.
    Ocurre que se te hincha algo, o casi te asfixias por la tos, o los dolores de cabeza terminan por exprimirte los sesos, de modo que llegas al consultorio, lees la plaquita en la puerta (horario de consultas: lunes a viernes 8-12, 3-6), miras el reloj (9:45 am), preguntas por el fulano y la señora secretaria, peinadita y planchadita, solemnemente te informa que no ha llegado todavía. Lo de la solemnidad no es cuento: pone cara de haber chupado limón, se encarama al altar mayor de la catedral en que está segura que se encuentra y desde su púlpito baja la mirada, se inclina, te observa como a bicho raro y te lanza una frase a quemarropa. “El doctor no ha llegado pero va a venir”. Tú tratas de pedir explicaciones, de solicitar por el amor de Dios información menos abstracta, más cercana al pragmatismo que consiste en señalar la hora en que fulanito de tal hará acto de presencia y ella no señor, no ha llegado aún, es que no ha llegado pero ya vendrá, y tú dale, continúas, incluso haces señas, morisquetas, mímica para que se entere de que ya sólo quieres decir gracias, despedirte, solicitar la bendición divina y amén por los siglos de los siglos pero nada, es que oiga usted señor, el doctor no ha llegado, no ha llegado, es que no ha llegado pero espere porque por ahí debe venir. “Hablando se entiende la gente”, claro. Vaya cojones los de este refrán.
    Te vas, regresas en la tarde. 2:23 pm. Bañada en humo de sahumerios pontifica otra vez sin despegar la vista de la biblia, digo, de la revista Marie Claire, que Orijuela Pérez, o como se llame, no ha llegado porque tuvo un inconveniente. “Lo siento mucho, pero no ha llegado”. Miras de reojo la tablita de la puerta, observas por milésima vez el horario de consulta, entonces buscas, tratas, haces todos los esfuerzos por hablar, por entenderte con ella a punta de lenguaje, de refranes o de lo que sea y la sacerdotisa te detiene en seco: no ha llegado, señor no puedo hacer nada porque no-ha-lle-ga-do. Le preguntas si sabrá algo de su paradero, si vendrá algún día y alguna vez, si el hombre se halla en la ciudad, en el país o en el planeta, y entre bocanadas de incienso recibes otra vez lo tuyo: lo único que sé es que no ha llegado.
    Como el lenguaje hace tiempo dejó de funcionar para lo que supones que funciona, dices adiós, das la media vuelta y comienzas a desaparecer. Ella te llama, oyes esa voz como de trompeta salida del apocalipsis, se te acelera el corazón, hasta cierto punto te alegras porque quién quita, a lo mejor llegó justo cuando dabas la espalda y te largabas. Nítidamente escuchas la pregunta: ¿señor, regresará usted mañana? Nada, ahora sí, mañana sí, podrás mejorarte, podrás salir con las pastillas para la hinchazón, vas a quedar como nuevo. Respondes muy contento que claro, que estarás puntual al día siguiente, que necesitas tratamiento para lo que tienes. ¿Y cómo a qué hora llegará el doctor?, te atreves a susurrar. Ella, frunciendo el ceño y muy risueña, escupe sobre ti: ahí, mire, ahí, ahí en la puerta está el horario de consultas. 

8/15/2013

Mueblería Troya

    Para que ustedes vean, uno empieza el día con el pie derecho, poniendo en orden las ideas y los deberes, feliz porque el café de la mañana sabe a gloria, los besos de los hijos llueven como dulces, y bueno, resulta que el pasado o la nostalgia o los recuerdos, que al fin y al cabo son lo mismo, te cogen por el pescuezo a la vuelta de la esquina.
    Cada quien tiene su historia, eso lo sé. Hoy quiero compartir un poco algo de la mía. Una entre tantas, claro. Se trata de la Mueblería Troya, en Upata, o lo que quedaba de ella. Ahí, en ese lugar  de la calle Miranda pasé años de felicidad al por mayor, justamente porque la mueblería y el patio que tenía al fondo y la gente que la frecuentaba daban la impresión de que no eran de este mundo, es decir, rozaban algo cercano a lo que uno halla en los libros, en las historias que te atrapan de cabo a rabo al punto de que ya no puedes desprenderte del fajo que te comes con los ojos.
    De la Troya sobrevivía el viejo caserón y del patio, las pocas veces que logré entrar, ya adulto, y sentarme por ahí para ver cómo los recuerdos navegaban solos por el mar de la memoria, seguía en pie la misma atmósfera, el silencio hecho pedazos por la chiquillada, la luz idéntica a la que me sorprendía tarde a tarde cuando era muchacho, y las pintas, las pintas sobre un paredón desvencijado, sin friso ni color, que alguna vez hiciéramos para joderle la paciencia a los demás: “Kinen es un güebón”, “Yoni no es más pendejo porque no es más grande”, “Jean Claude tiene culo de mujer, “Mayed, deja la paja y busca novia ya”.
    Esta mañana fui a Upata muy temprano. La calle Miranda, como de costumbre, es un hervidero de transeúntes, de perros callejeros, de gatos que deambulan por los techos y de vez en cuando deciden pasear su elegancia por una que otra acera. A una cuadra de la plaza la Mueblería Troya, como los viejos robles, caía en medio de su orgullo y del calor, se venía abajo entre la polvareda, el gentío, los escombros y el edificio que la va a sustituir. Confieso que se me hizo un nudo en la garganta. Tres hombres derribaban su última pared en pie, la delantera, a golpes de mandarria, y yo sólo me detuve a observar cómo ese templo de la infancia, de pelotas, riñas, patinetas y ensoñaciones de todos los pelajes terminaba transformado en amasijos retorcidos.
    Pensé en todos. De pie, en la acera, vislumbré a los compañeros de esos tiempos (tengo la fortuna de que algunos son hoy mis amigos entrañables). Wagih F.Douaihy, propietario, quizás nunca imaginó qué regalo nos hacía al permitirnos, al soportar como el mejor de los estoicos las diabluras que inventamos día a día mientras disfrutábamos creciendo, viviendo, exprimiendo la niñez y después la adolescencia. Donde esté, tengo el pálpito de que hoy dejó escapar alguna lágrima.
    En fin, a mi edad he comprobado que la casa de los recuerdos, la mansión de la memoria permanece incólume aunque la aplanadora de los años se empeñe en lo contrario. En el fondo ese espacio sigue ahí, ocupando el lugar privilegiado que le corresponde: por encima del progreso, de la técnica que no sabe de nostalgias, más allá del desarrollo que tarde o temprano da el zarpazo, los recuerdos andan frescos, van y vienen a placer, quedan al alcance de la mano. Es lo que en definitiva importa.