9/08/2014

El otro espejo

    Hay quienes piensan que ver es abrir los ojos y contemplar el panorama, pero la verdad es que éste es un verbo indócil por donde lo mires. Claro está, levantas los párpados y miras, ves las nubes en el cielo o a tu tía Berenice dándose  fresco con el abanico, pero yo hablo aquí de otras rutas menos evidentes. Voy a tratar de explicarme.
    Guardo objetos en mi casa que han estado conmigo (o yo con ellos, o ambas  cosas, vaya uno a saber) desde que tengo uso de razón. Primero en la de mis padres y luego en la mía. Ése fue el camino andado. Trozos de memoria en plena cotidianidad, petrificados, guiñándome un ojo cada vez que nos topamos frente a frente. Un juego de tazas de café, una polvera de cristal que mi abuela usaba a diario luego de su ducha, un estuche de madera, estrellado,  siempre sobre el tramo inferior de una mesa de ratán. Después de tantos años, cada vez que los observo en dos o tres lugares que mis manos y el azar inventaron para ellos, se enciende el mecanismo que desencadena imágenes, olores, escenas resucitadas en muchas ocasiones del modo menos oportuno. Una visita, pongo por caso. Estamos en la sala, charlando alegremente sobre literatura o cine o economía o política y entonces miro de reojo la caja de madera que asoma su timidez desde lo alto de la biblioteca. Nada qué decir, las opiniones del señor Alfredo se convierten en ecos de una realidad perdida, los gestos de doña Paula, su simpática mujer, son ya material de fondo gelatinoso, una puesta en escena sin importancia porque mi padre enciende su pipa con aquél gesto de desenfado que ya a mis ocho años era la más viva muestra de que el disfrute total, la felicidad absoluta metida en un instante podía existir aunque a veces no lo pareciera, y sí, mi padre enciende su pipa, da bocanadas, me relaja y me divierte y es magia pura tanto humo saliendo de su boca. Casi sin darme cuenta sus manos manipulan otra vez la caja de fósforos, sacan un nuevo palillo, lo encienden, mientras  a la velocidad del rayo acercan esa antorcha hasta la chimenea. Queda el aroma, queda una nube azulísima, queda, sobre el cojín del sofá, un atado de tabaco Caporal que luego irá al bolsillo de una camisa verde mar. Paula termina, o continúa, qué voy a saber yo, sus disquisiciones sobre la inflación, los impuestos y el puto gobierno y noto que me mira como a bicho raro, y su marido, el buen Alfredo, y todos, absolutamente todos, verdaderos entomólogos con malas pulgas contemplando al octópodo que yace enfrente.
    Recuerdo con precisión gestos, sensaciones, inflexiones de voz, ciertos brillos de pupila. Vienen diálogos enteros, extraños pero vivos, alrededor de esos objetos. Veo a mi madre limpiándolos con un paño, pasándoles la mano, soplando aquí y allá, a mi abuela recién salida del baño con manchas blanquecinas de Jean Marie Farine en el cuello. Todo regresa al instante, todo entremezclado y ordenado a la vez. Esos objetos están aquí pero no están, son la prueba fehaciente de que también somos lo que recordamos, y lo que recordamos viene empaquetado en cápsulas que a veces te rodean como si fueses una isla en plena rutina de una mañana de un jueves. Es mentira que la realidad es hoy, es falso que el presente es todo cuanto tienes. Me da la impresión de que lo real es una maraña de convenciones, de accidentes infinitos, de presentes y pasados e incluso futuros. Es un puñado de memoria o de anhelos o de sueños entremezclados con mucha duermevela. Cortázar lo percibió sin dudas: “Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja de sueño”. Menuda puntería.
    La polvera, el juego de tazas de café, están ahí, reciben mi reflejo, rasguñan, escarban en los muros que uno termina por llegar a ser hasta dar con esas piezas, fósiles que llevamos dentro, porque somos muro y somos asimismo lechos incrustados de amonitas, rocas del Terciario, huesos petrificados y otros misterios por el estilo.  
    Mucha gente jura que mirar es abrir los ojos y contemplar el panorama. Pues ahora que lo pienso tienen toda la razón, sólo que ver implica entonces asomarse a un abismo que produce vértigo, tan grande que estás cogido por el cuello, obligado a vislumbrar otros asuntos, además del panorama. Ciertos objetos, en mi casa, son una especie rara en el gigantesco muestrario de cosas que suele uno arrinconar en sus estancias. Yo lo sé y ellos lo saben. Un modo de mirarme en espejos diferentes. Eso es.

9/03/2014

Un clásico

O mejor... dos clásicos: Rosario Flores y "Palabras de amor". El link:

http://www.youtube.com/watch?v=ndIHsELruNc

8/27/2014

La historia, otra vez

    Como muchos, yo también admiré en Israel su capacidad de construcción. Ese Estado que nació en el siglo XX en pocas décadas fue capaz de levantar un vergel  -tal es el lugar común-  sobre la aridez más asfixiante.
    En muy contadas ocasiones el lugar común ha sido tan cabal y cierto. Luego de una diáspora cuyo centro neurálgico fue la esperanza en la Tierra Prometida, el pueblo israelí  hizo un país, un nicho, una patria geográficamente real, levantó una democracia, y con asombro para el mundo fue quemando etapas, persiguiendo el desarrollo a la velocidad del rayo. Cada día más sus condiciones de vida mejoraron y no es exagerado afirmar que, con toda certeza, aleccionaron a quienes dudaban de su asentamiento y despegue.
    Florecer en el desierto, crecer en lo económico, brindar sanidad y educación, todo ello comporta un hacer que ya quisieran otros para sí. El holocausto significó una vergüenza para la especie  que no debe jamás repetirse. Los judíos lo superaron, emergieron del infierno al que fueron obligados a descender, y dejaron constancia de lo que es capaz el espíritu humano cuando se decide a permanecer, crear y trascender.
    A veces, sin embargo, las lecciones que arroja la historia resbalan incluso por la epidermis menos tersa. Quiero decir, parecieran no penetrar, o hacerlo mal, lo cual es igualmente lamentable. El fin del conflicto israelí-palestino implica el mutuo reconocimiento, o sea, el hecho objetivo  de que ambas partes compartan la verdad incuestionable, e inevitable, de que deben coexistir. Coexistir sin entrematarse, es lo que pretendo enfatizar. Y da la impresión de que el gobierno de Israel  -o sus gobiernos sucesivos, para ser más claro-  no ha asimilado la enseñanza que, por haber sido el pueblo judío protagonista en carne viva, tuvo que internalizar con mayor tino: no infligirle a otros el padecimiento que fue parte de su realidad en razón de la estupidez y la ceguera del poder. Hoy en día Palestina vive su holocausto, sufre la agresión salvaje de un país que, bajo el pretexto de la propia defensa, diezma y derrama sufrimientos indecibles a una población civil que al presente suma una carnicería de niños volados en pedazos, ancianos, hombres y mujeres víctimas de una matanza que jamás debió ocurrir.
    Es cierto que todo país goza del legítimo derecho a protegerse. Es verdad que Hamas practica el terror pero su fundamentalismo, hay que decirlo, en poco se diferencia de ese otro que usa las bombas en función del arrase total. Algunos vecinos de Israel han afirmado su pretensión de borrarlo del mapa. Es lo que promueve aquél contra Palestina, vista la brutalidad y desproporción de los ataques en la Franja de Gaza. El terrorismo de Hamas no va a acabarse con el terrorismo del gobierno judío.
    Por fortuna, ha habido y hay gente que piensa en la realidad beligerante entre Israel y Palestina. Intelectuales judíos y árabes  -Edward Said hace algún tiempo, Daniel Gavron, Azmi Bishara, Amos Oz, entre otros-  se han tomado en serio la necesidad de hacer propuestas para la paz, de escribir, de debatir, de alzar la voz con valentía a propósito de lo que viene ocurriendo en el Medio Oriente, y eso, más temprano que tarde, se hace sentir, aporta espacios de reflexión que tanta falta hacen en medio de las tensiones y las balas.
    Repito lo que de cierto modo dije antes: tanto Israel como Palestina tendrán que reconocerse mutuamente como Estados soberanos, como realidades que están ahí y están, además,  para quedarse. Tal reconocimiento implica, desde luego, dar y recibir, obtener pero también ceder. El respeto, la admiración que mereció el Estado de Israel en su afán de labrar, de construir para la vida está siendo acribillado, bombardeado por él mismo, con la misma fuerza que castiga a otro pueblo mucho menos poderoso y con idéntico derecho a existir, autodeterminarse y vivir en paz. En algún momento, ojalá que sea muy pronto, la locura en Gaza tendrá que cesar. Quizás en ese entonces la paz se encuentre más cerca esta vez.

7/26/2014

El humo del tabaco

    Sábado 26 de julio, tres y media de la tarde. Me acerco a uno de los pocos cafés que en esta ciudad mantiene una terraza  -destartalada, gris, pero terraza al fin-  y da cobijo a voces de cualquier pelaje. Dos borrachines conocidos en la mesa de al lado, tres señoras en la otra. El bebedor de más edad me ve y saluda como si fuese un amigo de toda la vida, dando la impresión de que se ha adueñado del mundo y sus alrededores. Devuelvo el saludo. Entonces pido mi taza, pido agua mineral, enciendo un Don Quijote -vaya nombre literario para un tabaco que me acompañará junto a Paul Auster y la hermosa edición de La música del azar que hallé hace poco en la Latina-.
    La señora gorda, en la otra mesa, abre un periódico y comenta algo en voz baja, luego sorbe un poco de su jugo para continuar gesticulando, diciendo, llevándose por delante cuanto problema echa afuera el manojo de papeles que tiene entre las manos. Logro pasar la vista por algunos titulares: nada extraordinario, el mismo país, siempre el idéntico reflejo transformado en tinta que una realidad desquiciada vomita a modo de tabloide vespertino. Acaban de atrapar  -resalta el titular-  a un funcionario del gobierno en Aruba. Sospechan de narcotráfico, o cosa parecida. Unas líneas más abajo apenas rozo cierto comentario sobre el “Comandante Eterno”. Blablablablá.
    A un caudillo. A eso terminó por rendirse este país. Tampoco es algo nuevo en la historia de América Latina e incluso de Occidente. No hay prácticamente pueblo alguno que se haya resistido en el transcurso de su devenir al canto de estas sirenas tan particulares. Un caudillo, mesías capaz de convertir en oro una tinaja llena de excrementos gracias a la varita mágica del lenguaje y su histrionismo, es justo el virus que recrudeció aquí desde hace tres lustros. Intelectuales, políticos, empresarios, estudiantes, gente de la calle, profesionales de todas la raleas, obreros, vagos, inteligentes, brutos redomados: un líder carismático no tiene miramientos, embruja y ya, engulle y ya, destruye y ya, tritura y ya. Y si no pregúntele a Heiddegger, pregúntele a quienes doblaron la cerviz frente a un Chávez con vértigos de popularidad, barbaridad y disparates. Pregúntele a Neruda o a Silvio Rodríguez, a Luis Alberto Crespo, Chalbaud, Pereira. La lista puede ser interminable.
    Doy una chupada y pienso en Camila. En Daniel. La única vacuna contra lo anterior es aprender que el populismo, en todos los planos de la existencia, termina siempre reventando la vajilla, demoliendo lo poco o mucho que estuviera en pie, cosa que supone educar desde el fondo, desde lo profundo, y a veces ni así. ¿Y cómo se aprende semejante asunto? Tómate tu tiempo, Daniel, abre bien los ojos y mira por dónde van los tiros, pequeña Camila. Se me ocurre ahora, vaya uno a saber por qué razón, que comprendas tú, y tú, que el mundo es bastante más que una hamburguesa, que lleva en sus entrañas mucho más que la clase de historia en el colegio. Ten en cuenta tú, y también tú, que el café descafeinado, que el edulcorante exigido con pomposidad por la señora de la mesa contigua cabe en la palma de la mano, es una minucia. Ten presente que también hay un La Tâche 1929 o un Montrachet dormitando en el olvido, que hay Edith Piaff y La vie en Rose  -¡cómo te fascina esa canción, chiquilla!-, y hay Jacques Brel y besos que se pueden dar bajo la lluvia. Abre el abanico, verás que hay otras cosas.
    Me da porque pienses, mientras caminas por una calle de pueblo atestada de transeúntes y de escombros en los que nadie repara, en lo afortunado, en lo afortunada que has sido al poder dar justo ese paseo y entristecerte o maravillarte por tanta cosa desapercibida. Siéntate en la mesa de un café sencillo y échale un vistazo al señor de enfrente que, vestido con sobria humildad, saca de una caja una pastilla y bebe con ella un sorbo de agua con la fe del universo puesta en su posible curación. La esperanza sólo existe cuando vamos siendo humanos.
    Deslízate hasta un lecho de enfermo, ve lo que hay en cualquier hospital desvencijado, ¿reconoces ahí el sufrimiento de los otros? ¿Los ves acompañados de la misericordia o la alegría que alguien regala? Anda, pasa y averígualo tú mismo, descúbrelo tú misma. Horrorízate o llénate de paz según el caso. Detente alguna vez ante el portal de una casona vieja y vislumbra cómo el tiempo hace tan bien lo suyo. Mira cómo los muros, grises, hunden sus uñas en épocas ya idas. Pásmate al pie de semejantes monumentos.
    Piensa en la alegría y en la tristeza, en la grandeza o mediocridad de una existencia humana. Busca respuestas en la calle, en los supermercados, en las panaderías, palacios y suburbios. Ve al teatro, entra al cine, escucha discos, devora los libros que quieras. Encontrarás de todo en ellos, tal como en la vida misma, y eso enseña.
    Si quieres afligir tu corazón llega a una parada en el centro y observa con cuidado una perrera, esos miserables trastos que hacen las veces de transporte público. Descubrirás ahí el lazo entre lo premoderno y lo moderno: una vía infecta olvidada por Caronte y sus acólitos. Averigua también quién es Caronte. Recuerda ahora que todos somos culpables y fíjate entonces que para hacer más pequeña esta verdad tienes que pensar por ti mismo, separar paja de trigo por ti misma, lo que al fin y al cabo requiere de esa libertad que sólo pudimos obtener después de mucha sangre derramada.
   Detente en lo mucho que te gusta la música, en el temblor de hoja que supone un poco de Mozart mientras escudriñas aquel libro, esta postal, una nota manuscrita y gozas cada línea como si fuese la última, hasta que alguien te interrumpe porque la cena estuvo lista.
    26 de julio, cinco y media de la tarde. Paul Auster continúa sobre la mesa. Doy otra bocanada: las volutas juegan a su antojo. Entonces pongo el bolígrafo a un lado y dejo de escribir. Suena el teléfono. En casa quieren que lleve no sé qué en spray para aflojar herrajes. Pido la cuenta, pago y me voy.

7/20/2014

Un clásico

Michelle, una hermosa y nostálgica canción de Gérard Lenorman.

El enlace: http://www.youtube.com/watch?v=sfQNSWM_eGI

Cosas raras

    La verdad es que las cosas cobran forma según el lente con que echemos el vistazo. Estoy de acuerdo: si algo es A o es B en función de mi capacidad para enfocar, entonces yo soy yo y mis circunstancias. Ortega no lo pudo ver más claro.
    Pero como toda regla dejaría de serlo si no llevara colgando del pescuezo su excepción, a veces uno, por mucho que entienda y suponga que en ciertos episodios incluso las excepciones superan numéricamente a las reglas, termina sorprendido por tanta cuestión rara que nos magulla la nariz.
    Yo, por ejemplo, tengo la costumbre de hablar solo. Demasiadas veces, cuando me da por fumar y contemplar o cuando alguna mortificación más honda me rasguña las entrañas, termino en voz alta sopesando variables y analizando rutas a tomar. Créame que el método es de lo mejor, cartesiano hasta los huesos. Voy a explicarme de inmediato: antes me bastaba con un paso menos en el procedimiento, es decir, llevaba a cabo lo que hasta entonces consideraba muy común y muy normal a la hora de enfrentar dificultades: problema+charla conmigo mismo= solución X, Y ó Z. Los resultados, claro, también eran de lo más normales. A veces llegaba la luz y se me iluminaban las entendederas, y en ocasiones   -debo decir que las más de las veces-  el producto de la ecuación me ponía enfrente la fatalidad en carne viva. Nada oculto bajo el sol.
    Pero vaya usted a saber por cuáles designios de la divinidad opté un buen día por autodiscutir, autocharlar, autorrebatir y autoargumentar en voz alta, y zas, casi de golpe los asuntos comenzaron a aclararse, los caminos a despejarse, las fabulosas soluciones a atravesarse, de modo que no me pareció práctico hacer a un lado de buenas a primeras tamaño descubrimiento. Hoy en día en los cafés, en las panaderías, a medio andar entre la casa y la oficina, pienso en voz alta cada quebradero de cabeza en procura de la rápida fortuna, en espera de la solución ideal para cada inconveniente. Nuevo mecanismo: problema+charla conmigo mismo+ levantamiento de la voz= P, donde P es el mejor de los resultados posibles. Diga usted si no vuelo ahora de lo aventajado.
    Pensar en voz alta, como se ve, es una maravilla, salvo por el desagradable hecho de que cualquiera pasa, te ve, y listo, eres  ya un  loco para siempre desde ese mismo instante. Te quedas con las tejas flojas para el resto de la puta vida. Fíjate que la gente es más rara de lo que uno suele imaginar. Yo soy yo y mis circunstancias, eso lo sé, razón por la que justamente debería importarme un rábano que me crean loco o majareta o chiflado o perturbado  y la madre que los parió. Pero oye, que el jaleo no es tan así. Entonces me da por suponer que esa verdad ortegueana anda escondida, como la mayoría de las verdades en este valle de lágrimas, y hay que sudar la gota gorda y buscarla hasta debajo de las piedras para que termine haciendo de las suyas.
    En cuanto a mí, pues vuelvo y digo, yo soy yo y mis circunstancias, así que al diablo con cada transeúnte que se erige en juez y en carcelero. Y ni qué hablar, con todo y eso sigo imaginando rarezas: hablo solo en la mesa del café y la pareja de al lado me observa como si anduviera desnudo, pero hablo solo mientras duermo y aquí no ha pasado nada. Hablo solo y por casualidad me observas y sales corriendo en busca del psiquiatra, pero hablo solo en la ducha mientras me enjabono y la vida sigue siendo color rosa. Sostengo, contra el universo entero y contra quienes juran lo contrario, que hablar solo en voz alta, lo he comprobado hasta el hartazgo, es tan normalito como hablar solo mientras piensas, no me vengas a estas alturas con que no. Quién lo hubiera imaginado: la cordura o la locura mediadas por un golpe de voz, vaya sumidero demencial.
    Como yo soy yo y mis circunstancias he llegado a la soberana conclusión de que hablar solo en silencio sí que es la perfecta variante de la locura colectiva. Son más los desquiciados practicándola comparados con quienes usan con soltura mi particular puesta en escena. Las estadísticas no se equivocan. Ahora mira, ja, a quién se le volaron los tapones y a quién no. Cosas raras, qué más da. Cosas sumamente raras.

7/10/2014

El descoñetamiento

    Jorge Giordani ha explotado. No pudo más. En una carta a su jefe se quita las pepitas de la lengua para entonar sus verdades a ritmo de pasodoble. No llegó al nido de sus últimos quince años para hacerle el juego a los mediocres, qué va, y hoy en día, según su cantaleta, va siendo hora de poner algunas molotov. ¡Bum!, qué personaje tan lleno de coraje.
    El cuento del yo no fui es comodín fabuloso para torear bien sean lloviznas o tormentas, de modo que la epístola del monje loco se abraza al redoble de la negritud que ya tenemos encima. Parece que el señor vislumbra cielos encapotados y prefiere poner las barbas en lugar mojado: amigos, todo andaba lindo hasta que llegó Maduro.
    Si lo que dice en su panfleto es cierto, entonces Giordani no es menos que un vulgar cómplice. Casi tres lustros disponiendo e inventando a su antojo lo hacen corresponsable del desastre económico que Hugo y sus secuaces obsequiaron al país. Maduro, pobrecito, aún con el campeonato de torpeza que se ha embolsillado a punta de talento, no pudo lograr tierra arrasada en seis meses. Tal saco de gatos es herencia de Hugo Chávez, amo y señor de la cabeza más disparatada entre las muchas que adornan el jardín florido de la izquierda retrógrada continental. No es concha de ajo. Giordani, sin que le tiemble un pelo de la vergüenza que alguna vez debió tener, reconoce en su misiva la podredumbre del gobierno, el desagüe institucional del Estado. ¿En qué lugar se encontraba mientras tanto? Construyendo el Paraíso Terrenal, no cabe duda.
    Entonces uno se rasca la cabeza y se pregunta: ¿cuáles polvos trajeron estos lodos?, y entonces uno se continúa rascando y se responde: en primer lugar el liderazgo mesiánico, de la mano con el populismo más atroz, y en segundo la  fe ciega en alucinaciones tipo Socialismo del Siglo XXI. Sigue el interrogatorio: ¿a quién se le ocurre tal delirium tremens?, a un superfilósofo apellidado Dieterich. ¿Y quién se presta a hacerlo realidad? El señor Chávez, no faltaba más, con el espaldarazo de un genio cuyo nombre es Jorge, mira qué cuchi va saliendo todo. Ceresole, Fidel Castro y la pléyade de estrellas que ha sido el alto gobierno a lo largo y ancho del manicomio chavista pusieron el resto.
    La carta de Giordani tiene mucho de esa condición que atraviesa a cuanto político brilla en la constelación de gobiernos manirrotos e irresponsables en Latinoamérica. Me refiero a la pésima costumbre de culpar a otros por las miserias particulares. Todo tercermundista lleva en el chaleco su lista de culpables, desde Estados Unidos, pasando por el mundo desarrollado en pleno y hasta los extraterrestres, si el caso lo amerita. Una excusa también es una magnífica razón.
    El yo no fui giordianesco cabe en la palma de la mano. Entonces usted se lo acerca a los ojos, lo hurga, le mira el pelaje gris para luego comprobar que un país hecho añicos, que el descoñetamiento espeluznante del que hoy somos beneficiarios pasa por un par de hechos que desde el Ejecutivo nos magullan el alma: ineptitud y desvergüenza, con la ñapa de un  cinismo hundido hasta los huesos. La primera es más que obvia, putrefacción inherente al gobierno revolucionario desde que se apoltronó en Miraflores, y la segunda es parte y consecuencia de la anterior, es decir, la ineptitud a flor de piel, monda y lironda, sin guayucos u otros taparrabos imaginables.
    No voy a llenar estas cuartillas con cifras y datos que dan cuenta de Chávez y Maduro como gamelotes de la administración pública. La patética realidad venezolana es una lápida que pesa un universo, el mismo que en tantas ocasiones quisieron concretar los hermanitos Castro, los Pol Pot, los Stalin de este mundo y que terminó pulverizado y pulverizándolos. Escribo más para el mañana, para mis hijos, para decirles únicamente que en asuntos de  Estado son necesarios estadistas, y que una nación, para salir adelante, tiene alguna vez que desprenderse a dentelladas de tanto enano intelectual, de tanto demagogo pretendiendo labrar el Paraíso en sólo cuestión del tiempecito que se les regale en el poder, el máximo posible, por supuesto,  y sin contrapesos que fastidien la misión celestial para la que lógicamente nacieron. Chequecito en blanco que con puntualidad de reloj suizo otorga una y otra vez la gente en estas geografías sin que se les mueva una hebra de la cabellera.
    Hay que aprender las lecciones, sacar pecho, alzar la frente y continuar. Venezuela parece hacerlo al estilo paquidermo, de modo que aún  -y quién sabe hasta cuándo-  chapoteamos en semejantes lodazales. Un  día estos señores tendrán que refocilarse en Cuba, en Corea del Norte o en ese lugarejo que el buen Dante dibujó tan divinamente bien. Todos son uno y lo mismo. Saque usted sus conclusiones.

7/02/2014

Aquí no se ponga...

Filosofía de la oficina.

6/27/2014

Calle Bolívar, cine Principal

    La infancia suele ofrecernos el tiempo perfecto para ser felices. Me refiero a la felicidad absoluta, por supuesto, y no a esa otra que luego, años después, intentamos mordisquear de a ratos mientras dura la adultez.
    En mi caso ser feliz va aparejado al cine que, a cuadra y media de la casa, llevaba en las entrañas la posibilidad de darle un puntapié a la vida cotidiana. Bud Spencer y Terence Hill, Bruce Lee y la “Operación Dragón”, Mario Moreno haciendo de las suyas, todo esto suponía entrarle a las cosas por su lado menos rígido, más alegre, diferente por donde lo vieras de ese modo tan cargado de bostezo que tenían los días cuando sólo el colegio, los deberes, la hojarasca rutinaria  -pesada como una montaña-  se arrojaba sobre mí.
    Confieso con la nostalgia del caso que el cine Principal, lugarejo clave en horas de la adolescencia, invadió a su antojo el corazón de un puñado de manganzones ávidos de respirar otros aires. La Upata de esos tiempos, echada en brazos del V.H.S., de los patines en la plaza, del mundial México 86 o de las permanentes luciendo furiosas en las cabelleras de cuanta quinceañera se paseara por la calle, fue un pueblo que sin pena ni gloria daba cobijo a la anarquía en medio de sus inamovibles coordenadas: 8°1’00’’ de latitud norte y 62°24’0’’W de longitud.
    Entonces el cine latía a fuerza de sístoles y diástoles arrastrándonos por las aguas de la imaginación, haciéndonos intuir que en ese rayo de luz cabía también, aparte de la carcajada fácil o la evasión más oportuna, la mirada diferente que inventaba un mundo cuando menos más interesante, jamás antes contemplado.
    No era poca cosa. Me atrevo a sostener que para mi generación el cine Principal, a pocos metros de ese otro tesoro gigantesco que fue la plaza Bolívar, significa hoy pilar de valor incalculable a la hora de evocar aquellos años. Los primeros besos, las primeras novias, los primeros cigarrillos, los primeros tragos de un ron más que barato a pico de la carterita que corría de mano en mano entre los amigotes, las primeras piernas dibujándose bajo nuestras manos, las primeras, en fin, caminatas por la arena de una playa llamada descubrimiento. Ahí, en las butacas del cine Principal contemplamos mil y una películas, excelentes, buenas, regulares, malas y malísimas, y vi proyectado asimismo el despliegue de mi propio encuentro con la condición adulta.
    El cine de cinco, de siete, de nueve, todas las funciones colmaron los bolsillos donde danzaban entremezclados algunas monedas, un chocolate, una caja de chiclet’s o las simples manos vacías. Viéndolo bien, mi amor por la pantalla grande, mi interés por la forma en que una buena película da en el clavo al momento de poner la vida patas arriba y sacudirla, nace en la inmensa sala del Principal, hoy guarida de un supermercado chino en el que escasean la Harina Pan, los pañales y el aceite junto con los gritos destemplados de la muchedumbre porque la película había sido cortada. Joder, cómo pasa el tiempo. Hay que ver.
    Todas las veces que soñé con una chica, en las muchas o pocas ocasiones que tuve para sentirme a solas con ella, salir al cine y convidarla a ver “Flashdance” supuso el modo expedito de, llegado ese momento no apto para cardíacos, acercar mi mano a la suya y jugarme el premio gordo de la lotería. El cine fue más que el cine, y ahí, a oscuras, la película que iba siendo mi propia existencia, con sus esperanzas a cuestas, con la alegría del romance o la bofetada a punto, terminaba fundida con la historia de Richard Gere y Debra Winger en “Reto al destino” o con las ocurrencias de Buster Keaton en sus múltiples variantes. Coronar un amor a la saga de Robby Benson y Lynn-Holly Johnson en “Castillos de Hielo”, música de fondo de Melissa Manchester fue, lo reconozco a miles de kilómetros andados, el non plus ultra de un idilio tantas veces esperado.
    Siempre he tenido la sensación de que la realidad parece en ocasiones un plató de filmación. Y no es para menos: el cine, desde la lejana infancia, llegó a constituir el día a día, ese punto de fuga que es lo cotidiano como centro y señor de todas las verdades. La vida, ni más ni menos, como sucedánea de una obra de arte.  

6/24/2014

Mañana soñé contigo

    Mañana tuve una idea y ayer la voy a concretar.  A veces el pasado está a la vuelta de la esquina, entonces pisas el acelerador para avanzar, para hacer más corta la distancia entre el hoy y el ayer, de modo que la bruma desaparece poco a poco, las telarañas caen desvencijadas, el polvo abandona muebles y anaqueles.
    Pienso en el mañana, qué delicia, y las imágenes brillan con ahínco: los ochenta, mi infancia en los setenta, los Beatles una década antes, la caída de Pérez Jiménez, la dictadura gomecista, el siglo XIX y demás señas. Mañana tuve una idea y ya sabes, como todas las ideas ésta lleva el fuego de lo posible, el pleno ayer en sus entrañas. El otro día, martes de la semana próxima para hablar con propiedad, a un amigo se le saltaron las lágrimas recordando el porvenir, dejando adrede que la nostalgia invadiera algunas reminiscencias, tiempos que vendrán, épocas con el sabor picoso y añejo del futuro.
    Tuve una idea, mañana tuve una idea que estoy seguro cumpliré en el mediano plazo, en un pasado, fíjate, no muy distante, porque una cosa sí que es cierta, te duermes en los laureles y te lleva la corriente, te aplasta el tremedal, así que más vale pensar en el pasado, en tu pasado y lo que esperas realizar en él hasta desearlo incluso con los huesos, luchar a brazo partido, conquistarlo sin excusas vanas.
    En  más de una ocasión he escuchado que la esperanza es lo último en perderse. Sé muy bien que esta sentencia encierra una verdad cargada de utopía, saturada de entusiasmo. Imaginar la vida dentro de diez, veinte, treinta años, vislumbrar ese pasado luminoso, echar de menos el futuro que mañana mismo, ahí, a la vuelta de la esquina, era un presente con bastante gris y poco rosa, todo esto, digo, es el acicate para labrar a pulso épocas antañas, prueba tajante, inobjetable, de que lo mejor comienza apenas, de que lo pretérito se acerca indetenible y te muerde los talones, viene, te empapa con su promesa bien trajeada.
    Cada vez que hurgo en el futuro doy por sentado que la historia es un trabajo para fontaneros, es decir, mueves una tuerca aquí, das unos martillazos por allá, al punto de abrirle paso a la memoria como si fuese un desagüadero. Se forman espejismos, claro, zonas de incertidumbre quieta, inamovible, que el mañana se encarga de encajarte entre ceja y ceja.  La verdad sea dicha: de fontanero sólo un poco, de dinamitero todo. Construir los tiempos idos a fuerza de mandar al diablo esa parálisis metida de cabeza en el futuro pluscuamperfecto que viviste hace tantos años ya.
    Las décadas entrantes quedan para la historia, bolitas de naftalina haciendo de las suyas. Lo cierto es que si te empeñas el ayer ofrece su mejor semblante, previo plan de conquista al más cojonudo estilo de un orfebre. El futuro ya pasó, eso lo sabes, pero del pasado recoges en las manos la utopía y la distopía, lo posible y lo imposible, lo que sin dudas, escríbelo, llegará para ti, de manera que cinco lustros hacia atrás y plaf, accedes a tu particular nirvana, a tu realidad soñada, siempre y cuando el esfuerzo y el sudor y toda la parafernalia. Mañana tuve una idea y ayer la voy a concretar, créeme. Cuestión de empecinarse un poco y agarrar el toro de lo que se fue por los cuernos. Siempre guardé mis esperanzas en un pasado mejor, pues él nos pertenece como el sudor a los poros, el guante a la mano o el lomo de gato a la caricia. Mañana tuve una idea, júralo. Ayer la voy a cumplir. Punto.

6/09/2014

Buscadores de Libros

Camila, Daniel y yo disfrutando del último evento realizado en Orinokia por la gente de "Buscadores de Libros". No hay palabras para agradecer lo que hacen por la ciudad, por los libros, por contagiar su amor a la lectura. Enhorabuena.

6/03/2014

Dar en el clavo



    Hay una tienda en el centro que ofrece anteojos para todos los gustos: la vida haciendo juego con los cristales de su preferencia. Menuda apuesta la de este lugarejo.
    Uno hace cualquier cosa por alimentar la fe en el porvenir o por subirle decibeles a las ganas de comerse el mundo, lo cual está rebién, sobre todo si consideramos cómo anda el patio en este país de plagas y malezas. Uno se mira al espejo, claro, y espera que el rebote se parezca al perfil de la alegría, procura labrar un horizonte entre tanto ramaje que nubla la mirada, y lo cierto es que cuesta un ojo de la cara meterse semejante embuste. La vida cotidiana es un estertor llamado lunes, o martes, o miércoles, al punto de que cada quien, con su cada cual, saca sus cuentas a ver si va a parar con sus huesos a otra parte. La Venezuela del siglo XXI construyendo su futuro desde el retrovisor.
    En esa tienda del centro hay cristales para zambullirse en aguas de lo más tranquilas, el Caribe con palmeras al alcance de la mano. Lentes rosa para un sound track pink al más puro estilo del sueño que le vaya apeteciendo. Todo barato, todo a cien.
    El otro día me dio por probarme algunos y para qué te cuento. Rosados, verdosos, naranja fosforescentes, paz y amor en una tierra destrozada por reptiles, gorilas, tiburones del pónganme en el sitio, en el mero sitio, camarada, y mi talento acabará con lo demás. Estaba al fondo, sobre una repisa de madera: cristales de un negro mate que produjeron en el acto cierta melancolía, una extraña sensación punzante, muy triste, como jamás antes padecí. Par de anteojos cuchi, vivo retrato de lo que abunda hoy a manos llenas.
    Noté otros azulados, dando la impresión de hielo, de calculada atmósfera hundida hasta los huesos en algún invierno sueco, nórdico, de perfección primermundista tan ajena a disparates de por estos lados. Cogí otros con tono mandarina, cítricos, que me cargaron el alma de un sentimiento edénico, utópico, imposible de explicar aunque me cuele en el pellejo de Cortázar, de Lezama Lima o García Márquez. Lo veía y no lo creía. Lo vivía y me pellizcaba.
    Terminé abalanzado sobre unos lentes de vidrios incoloros. Reposaron sobre mi nariz, enfoqué, miré a través de ellos ansioso, con la idea de hurgar, de averiguar qué ámbito de la existencia cobraría otra forma de la gracia y el sentido. Nada. Nada de nada. El mundo siguió tal como hoy, en función de mis ímpetus y de mis emociones, de mis sonrisas o sudores. Pagué y salí con ellos puestos. Tuve que decidir qué y cómo observar. Tuve que dibujar el universo a mi manera. Fue lo mejor de lo mejor: había dado en el clavo, hallé por fin lo que tanto había buscado.

5/22/2014

El día en que clavando un clavo me di cuenta de que el mundo es mucho más que ésto

Hay una relación clara entre un martillo y un clavo. Uno despanzurra al otro, lo deja patitieso y bueno, que el diablo después pague la cuenta. Se ve ahí cierta yuxtaposición de acciones que para qué te cuento. Imagen 1: Dedos, clavo entre los dedos, pared. Imagen 2: Martillo en mano, primer golpe, segundo golpe, tercer golpe… aplastamiento del pulgar.
    Tengo un conocido que se jacta de sus olvidos. Hay tipos que viven con la idea enfermiza de recordarlo todo, de pretender guardar memoria hasta del día en que su mujer les dio con los tacones. Somos lo que recordamos y es por eso que ante  semejante imperativo uno da un ojo por patear la amnesia, y luego existe. Qué Descartes y la madre que lo parió, con toda la parafernalia.
   Mi amigo se desvive por alcanzar no recordar. Si usted resuelve crucigramas, toma pastillas de fitina, ejercita las neuronas en el arte de abrazarse a la memoria como anillo al dedo, como guante a la mano, como sombrero al perímetro craneal, Julián José Tomedes Díaz, Pepe para los que entraron en confianza, prefiere una laguna mental, un vacío entre ceja y ceja pues la gloria del olvido exige mucho más que su contrario, la puta evocación, asunto según él echado a un lado por media humanidad tras la inútil pretensión de intentar andar forrados de reminiscencias.
    Pensándolo bien, yo suscribo de pe a pa su teoría. ¿Se imagina usted? En vez de echarse en el chinchorro y recordar, tendría uno que ponerse a fabricar memorias. Nada más cercano a la idea febril de inventarse la vida a la medida. Al fin y al cabo, Calderón no andaba tan equivocado: la vida es sueño y digo yo que en medio de tan triste marejada  cogeríamos por el pescuezo a cuanto nos traspasa de frontal a occipital. Coño, es que me froto las manos mientras me relamo.
    Julián José Tomedes Díaz juega al gato y al ratón sirviéndose el café o al comprar el pan en la tienda de la esquina, sólo que ahora el roedor es quien persigue. Si uno se llena de paciencia y agarra el martillo y el cincel y comienza a modelar esto o aquello, remembranzas que per secula quisiéramos tener, llegará el día en que la felicidad nos aplaste como a cucarachas. Entonces no habrá excusa, usted vivirá chapoteando en endorfinas. El arte de vivir será el arte de olvidar, todo yuxtapuesto a la evocación prefabricada.
    Por lo pronto el buen Pepe elabora alusiones, construye los anales que le dicta su talante, al punto de que cuando entra al baño para rasurarse el espejo le devuelve esa imagen que es boceto ya planificado. El tipo va avanzando. ¿Que pasar los días así equivale a mentirse a uno mismo, como aquél que engulle éxtasis hasta dormido? Quién quita, a lo mejor, pero de cualquier modo las máscaras florecen viva usted en Nueva York o en la Isla de Crusoe. Elija pues.
    Hay una relación clara entre un martillo y un clavo. Y hay otra no menos evidente entre lo que hemos sido y somos, de modo que olvidando se interrumpe por lo sano la más enferma de nuestras yuxtaposiciones. Uno fragua lo que fue, desde el ahora, y el presente entra en los bolsillos como lo soñábamos hace cuarenta años. Pero hay que espantar recuerdos, eso sí. Julián José Tomedes Díaz, Pepe para los amigos, es un genio entre los genios y como a tal lo llaman loco. Cuánta razón lleva entre manos.

5/18/2014

Ver, escuchar, pensar

César Miguel Rondón en conversación con Mario Vargas Llosa:

http://www.youtube.com/watch?v=M3QyQ4_L0uM

5/13/2014

Discurso, realidad y disparate

    El lenguaje es un bosque y ahí habita el espíritu de mil cosas. Las palabras son frutos, pulpa y carne, jugo semántico que nos toca exprimir para darle sentido a la experiencia.
    Hoy en día la debacle lingüística no se asienta en el reducido número de términos que cualquiera usa para comunicarse, ni siquiera en el analfabetismo funcional que crece como la espuma. No es verdad que la mediocridad en la lengua implique el poco sex appeal que medio mundo percibe en los libros, o en los buenos libros, sino que el asunto va bastante más allá, se expande hacia arriba y hacia abajo, por lo que a estas alturas la cuestión supone el peliagudo hecho del vacío de contenidos, o su tergiversación impune: las palabras se han desinflado en su quehacer significativo, transformándose nada menos que en su antítesis por obra y gracia de una torcedura que pareciera llegar para quedarse. Pongo por caso: “El ejercicio de la libertad es incompatible con cualquier tipo de presión o amenaza. Nadie en lo personal está facultado para determinar si el derecho a la libre expresión está bien usado o no lo está. Para esa calificación están los Tribunales de la República. Ninguna otra autoridad, al menos así ocurre en este país, puede pronunciarse sobre materia tan complicada y difícil (…) Nada hay que defina mejor la condición en sí de un régimen político, que su actitud frente a la prensa. Si ésta es perseguida, amordazada, silenciada, será un régimen tiránico y despótico”.
    Lo anterior no es un discurso de Capriles, ni dicción rimbombante en Ramón Guillermo Aveledo. Tamaña verdad  tampoco es retórica sutil de algún escuálido fascista, vende patria, imperialista. Nada de eso, en lo absoluto. Lo anterior, cáigase para atrás y ríase luego a mandíbula batiente, son palabras de José Vicente Rangel. ¿Que no?, ¿que no me cree un pepino?, ¿que no puede ser y punto? ¿que no? Pues que sí. Búsquelo y léalo, si tiene estómago, en  Simón Jurado Blanco: Medidas de alta policía o el “avepismo en la prensa”. New York, Prineo Press, INC, 1960, p. 40, recogido por Jesús Sanoja Hernández en Entre golpes y revoluciones, Tomo II, Caracas: Debate, 2007.
    Cuando una verdad única se mete entre ceja y ceja lo demás es ruido y pocas nueces y yo, qué carajos voy a hacerle, en el plano de los particularismos descreo, odio, detesto las verdades únicas por la razón sencilla de que nos automatizan, falsifican la realidad plural, contradictoria, dinámica en la que me gusta andar incrustado. Así por ejemplo ahí queda por los siglos de los siglos el parrafito de Rangel, un hombre cuya verdad es una sola, ya la sabemos, y lo demás no existe. Así por ejemplo, en nombre del socialismo se cometen injusticias, abusos de cualquier pelaje, crímenes que jamás deben ocurrir. La palabra socialismo, ¿qué significa en el presente?, ¿qué diablos cruza las neuronas de Jorge Rodríguez cuando la pronuncia casi en éxtasis? ¿qué relámpago de paroxismo atraviesa a Diosdado Cabello, a Maduro, a Aristóbulo Istúriz, en el mismo instante en que so-cia-lis-mo deja de ser sílabas sueltas para obrar el milagro de esa palabreja tan desinflada, mal usada, manoseada, puteada, en estos tiempos de cambalache al más puro estilo de Discépolo? ¿Hablamos de socialismo escandinavo, vietnamita, soviético, francés, cubano, español? ¿Hablamos del que existe (noten las democracias) en la “República Popular Democrática de Corea” (Corea del Norte, qué bolas las de esta gente) o en la “República Federal Democrática de Nepal” o en la “Gran República Árabe Libia Popular y Socialista” o en la “República Democrática Popular Lao? Ponga usted cuanta ocurrencia se le antoje y búsquele respuestas a semejantes disparates. Nada de nada. Horror vacui. Saco de gatos por donde lo mires.
    Una de dos: o estos señores del gobierno son muy inteligentes y sabihondos, pero se hacen los pendejos, o conforman una pléyade de trasnochados  -derruidos por esa ideología que sobrevive al carbonífero-, con las fauces abiertas para tragarse al mundo, sus tristezas, injusticias, pobrezas y riquezas, con acento en esto último, off course, no vaya a ser que el Paraíso se les escabulle de las manos luego de tanto patear al terco capitalismo. Yo, lo que voy siendo yo mismo, los ubico en el grupete número dos, con perdón de quien piense diferente, claro está, jurando que estos ángeles llegaron de Saturno o de Plutón para guiarnos y enseñarnos y salvarnos y bla, bla, bla, bla, blá. No me jodan a mis cuarenta y cuatro tacos.
    Esta gente, enjabonada de supercherías, se venda los ojos para no observar la lección política que ofrece nuestro entorno. Ideología chatarra, es decir, comunismo entremezclado con otros ismos desechables, para ellos construyen y dan cuenta de la realidad, a la fuerza, y no al contrario, que es como bien debe ser. La realidad, el día a día, la experiencia cotidiana, los hechos, dictaminan sobre la falibilidad o no del mandato ideológico. Por tal razón en Latinoamérica, y por supuesto en Venezuela, quienes se han entregado a convicciones negadas, superadas por la historia, acaban aplastados por el dogma de esa religión que es una máquina de triturar sueños funestos: la ideología a secas. Tal es el modelo típico de esquematismo, de visión unilateral de, en gran medida, la triste y peorra izquierda venezolana que hace vida en el gobierno de Maduro y, antes, en el de Hugo Chávez (en el fondo un mismo y solo entuerto).
    Semejante izquierda fue capaz de doblegarse, de inclinarse sin vergüenza ante un militar que les ofreció el Edén ahí mismo, a la vuelta de la esquina, coartada perfecta para otra vez, como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si los relojes no dejaran a su paso la osamenta molida del desbarajuste humano, abjurar en la práctica de la democracia, por burguesa y otras babosadas similares, y rendirse a colectivismos que en mala hora sembraron de fracasos, sangre y miseria a los pueblos que ciegos y esperanzados se echaron en sus brazos. Mala cosa. Punto. Muy mala cosa y nada más que decir.

5/11/2014

Palabra de urbe

En el 2008 el Consejo de Publicaciones de la Universidad de los Andes publicó mi libro Palabra de Urbe. Hurgando por ahí encontré y leí otra vez el texto que, el día de su presentación en la Universidad de Guayana, mi amigo y colega Diego Rojas Ajmad leyó en su papel de presentador. Con mi eterno agradecimiento por sus palabras, lo traigo a mi desván.

    Quiero iniciar estas breves palabras acerca del libro de Roger Vilain con una confesión proferida a quemarropa: esto que ven aquí, esto que dice “Roger Vilain. Palabra de urbe. Ensayos mínimos de filosofía cotidiana, editado por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes en el año 2008”, no es un libro. Es en realidad un envase que contiene un exfoliante y crema antiarrugas que rejuvenece hasta al más entrado en años. Si no lo consiguen en la librería Latina o en Tecniciencia, de seguro lo hallarán en un Farmatodo en medio de frascos de crema Ponds.
    ¿Por qué les digo esto? Porque el libro de Roger Vilain, Palabra de Urbe, nos cambia el alma y la mirada, hace que observemos la realidad con ojos de asombro y, cual adanes en el paraíso, nos impele a ir por el mundo nombrando nuevamente las cosas, como si las estuviéramos viendo por primera vez.
    Roger Vilain nos muestra un mundo visto con ojos de niño, con ojos, nada inocentes, que nos hablan de gatos, de gavetas, de barberías, de zapatos, de mariachis, de perros, de vagabundos, nos habla sobre el fumar, sobre el mascar chicle, sobre el carnaval, sobre el teléfono celular, sobre la compañía de electricidad, sobre diversas cosas, personas, instituciones y sitios que, a simple vista, quizás nada tengan de filosófico ni literario, pero Vilain los hace motivo de reflexión agradable y profunda.
    Para mí que Vilain siguió el consejo de Manuel García Morente, aquel filósofo español quien en la década de los cuarenta dictó unas conferencias en Argentina y en una de ellas dijo lo siguiente:
    "Para abordar la filosofía, para entrar en el territorio de la filosofía, una primera disposición de ánimo es absolutamente indispensable. Es absolutamente indispensable que el aspirante a filósofo se haga bien cargo de llevar a su estado una disposición infantil. El que quiere ser filósofo necesitará puerilizarse, infantilizarse, hacerse como el niño pequeño". (García Morente, Manuel, Lecciones preliminares de filosofía, Argentina, Losada, 1973).
    Roger Vilain, en Palabra de Urbe, es eso: un niño filósofo que hasta en el mascar chicle ve un acto para la reflexión y la discusión. Si Santa Teresa había dicho que Dios se encuentra hasta en las ollas de la cocina, Roger no se queda atrás y nos dice que en lo más sencillo y cotidiano podemos hallar la sabiduría. Él mismo confiesa su estrategia cuando dice, en la página 29 de su libro, lo siguiente:
    "A veces, si uno hace el esfuerzo, se percata de otras cosas. Yo, por ejemplo, salgo a la calle y me doy cuenta de pequeños accidentes, de cuestiones que pasan desapercibidas, de pliegues ínfimos que a la mayoría mantiene sin cuidado". (“Lo que dicen los pies”).
    Eso es lo que hace Vilain a lo largo de 164 deliciosas páginas, las cuales recomiendo sobremanera. Gracias Roger Vilain por brindarnos unas horas gratas con tu libro y gracias también por enaltecer la producción intelectual de la Universidad Nacional Experimental de Guayana.

5/09/2014

Viajera del río

Ciudad Bolívar, Viajera del río y Aquiles Machado. Un clásico guayanés.

Para escucharla: http://www.youtube.com/watch?v=8vC9PT27PqE

Beso

Beso que sube por tus piernas...y se detiene ahí.

5/03/2014

Un clásico

Come what may. Air Supply.

El enlace: http://www.youtube.com/watch?v=Wf3chODkDJc

4/13/2014

Te conozco

Silvio Rodríguez: Te conozco

"El lago parece mar, el viento sirve de abrigo...todo se vuelve a inventar, si lo comparto contigo...". Hermosa canción. Dejo el enlace:
http://www.youtube.com/watch?v=etAl7nkNJtU

Y añado: Candil de nieve, una canción de Raúl Torres, a dúo con Pablo Milanés. El enlace:
http://www.youtube.com/watch?v=5Yugrb9Pw-g

4/05/2014

Proust y la parodia literaria

Hace algún tiempo mi querido amigo Carlos Yusti publicó un texto, para divertirse y divertirnos, en el que se propuso "escribir como sus amigos". Cuando me lo hizo llegar reí un montón y admiré mucho más su talento y su inmenso sentido del humor. Copio aquí un fragmento de lo que fue su regalo, a propósito de mi columna "Café del Día".

PROUST Y LA PARODIA LITERARIA 
Carlos Yusti

A Marcel Proust se le asocia por lo general con la actividad literaria llevada al límite. Enfermizo desde niño, estuvo de vago y bohemio gran parte de su vida. En esta etapa se dedicó a mirar pasar la vida a su alrededor sin perder detalle. Un día decide llevar todas sus observaciones al papel. Desde ese instante se convierte en un escritor metódico y constante. Su actividad como literato, a primera vista, parece alejada de cualquier requiebro superfluo, de toda peripecia relajada. No obstante, Proust recurrió a la parodia literaria para darle rienda a su ingenio y a su sentido de humor.

En el año 1908 un fraude se convirtió en la comidilla predilecta de los parisinos. Las anécdotas y chistes proliferaban como moscas irredentas en salones y tertulias. El fraude involucraba como protagonistas a Sir Julius Werner, director general de De Beer’s, una sociedad financiera dedicada a la explotación de minas de diamantes, y al técnico electricista Lemoine. Según se cuenta Werner y el técnico coincidieron en Londres. Lemoine le aseguró a Sir Julios que había descubierto un método para fabricar diamantes y el cual apenas requería solo de un horno, un crisol, carbón y algo de capital. Lemoine le hizo una demostración al crédulo Werner. Lemoine introdujo un carbón en un horno, le agregó una sustancia, movió un interruptor y al momento tenía un pequeño diamante genuino. A Werner le brillaron los ojos de codicia y de allí a entregarle dinero al técnico hubo un solo paso. Sir Julius fue entregando pequeñas sumas de dinero hasta completar la cifra de sesenta y cuatro mil libras esterlinas de la época.

Lemoine, para hacer creíble su timo, mostraba nuevos diamantes a su incauta víctima, pero se cuidaba de no revelar su técnica. Entonces, Sir Julius decidió apelar a los tribunales. Lemoine fue interpelado en presencia de abogados. Su abogado defensor fue nada menos que el mismo que asistió en su defensa a Richard Dreyfus. El asunto de los diamantes Lemoine encontró eco a nivel mundial.

El plan de Lemoine era enrevesado y audaz: consistía en hacer público su método, comprar el mayor número de acciones de la sociedad de De Beer’s cuando se produjera la gran baja que dicho anuncio provocaría. Luego vendería de nuevo las acciones tan pronto el mercado retornara a la normalidad. La investigación comprobó que los famosos diamantes fabricados en verdad fueron adquiridos por la esposa de Lemoine en algunas joyerías de París. La prensa se divirtió durante meses con el caso.

Proust siguió con atención el caso hasta que pudo verle el lado cómico y enseguida comprendió que aquel escándalo financiero parecía calcado de una novela de Balzac o de Flaubert o de cualquier otro autor en boga para el momento.

Cuando la estafa de los diamantes se hizo pública la parodia literaria vivía su mejor momento en diarios y revistas. Incluso Charles Müller y Paul Reboux habían publicado un suculento libro de imitaciones cómicas de escritores titulado “A la Manière de…”, que fue un éxito editorial.

Con estos antecedentes Proust, quiso “retratar este trivial caso jurídico”, como lo denominó en una de sus cartas, a través del estilo de otros escritores. Un caso tan absurdo requería un tratamiento igual. El primer grupo de autores incluidos fue Balzac, Emile Faguet, Michelet y Edmond de Goncourt. Las parodias se publicaron en el suplemento cultural de “Le Figaro”. El segundo grupo de imitados estaba conformado por Flaubert, Saint-Beuve y Renan, con el cual disfrutó tanto que el texto se ramificó más de lo esperado.

Las parodias de Proust se distinguen por la profundidad con la cual se mete en el estilo de los otros escritores. Mi preferido es la parodia a Michelet, autor al que Roland Barthes le dedicara un estupendo libro, debido a su gran nivel de virtuosismo. Proust, aparte de imitar esos ramalazos eruditos a los que acostumbraba Michelet, hace malabares con el modo rebuscado y poético. Vale la pena el inicio del texto: “El diamante puede extraerse a profundidades singulares (1.300 metros). Para conseguir la piedra, tan brillante, que es la única que puede desafiar el fuego de una mirada de mujer (en Afganistán, el diamante se llama “ojo de llama”) sin fin, habrá que descender al reino de la sombras”.

Para justifica sus parodias Proust argumenta: “En el caso de los escritores gravemente intoxicados por Flaubert, jamás recomendaré con el suficiente encarecimiento la purgante y saludable virtud de la parodia; es preciso que hagamos una parodia a plena conciencia, para evitar malgastar el resto de nuestras vidas escribiendo parodias involuntarias”.

Todo esto me ha servido como base para acometer la parodia a varios de los respetables columnistas de este diario. Como no soy Proust, no tengo genio ni engreimiento para ello, recurro a mi vocación de lector traspapelado entre libros y bohemia, para escribir mis parodias donde, de forma impune, utilizo frases, giros y hasta palabras de los textos que pertenecen a los articulistas parodiados.

Mis parodias son un homenaje a Diana Gámez, Francisco Arévalo, Adón Soto, Roger Vilain, Abraham Salloun Bitar, Pedro Suárez, Juan Guerrero. También son un saludo efusivo a la escritura regular, y que por aparecer en el común papel del diario es subestimada por esos escritores serios, o de alcurnia, quienes no consentirían en bajar de categoría para ser leído por el hombre y la mujer de la cotidianidad diáfana y cruda. Para el escritor sin pruritos el periódico es una plaza para el diálogo y si Sócrates viviera sin duda escribiría en algún diario de provincias. Además, estos columnistas parodiados son unos estilistas a la hora de emplear el lenguaje, al momento de utilizar las palabras, cuestión que uno como lector agradece.

Proust se atrincheró en la parodia para relajarse un poco ante las tensiones que le producía la monumental novela que ocupó buena parte de su maltrecha existencia. Yo lo hago para deshuesar el estilo de mis amigos y para liberar la tensión de mi propio estilo que muchas veces se anquilosa, se agota hasta llegar a lo aburrido y convencional.

Cuando se escribe con regularidad para la prensa la tensión por escoger un tema a veces paraliza al columnista  y encoña todas las tentativas. Escribir es a veces una agradable zozobra. La parodia es el inigualable divertimento de ese trabajo creador que se llama escritura.

                                                      Té de la Tarde                  
                         PEDRO PICAPIEDRA EN LA ASAMBLEA NACIONAL
                                                      Carlos Yusti
                                              (A la manera de Roger Vilain)

El país, aparte de africanizarse, parece estar llegando a un grado de troglodismo prehistórico como nunca antes.

De las comiquitas de mi infancia, todavía algunas se trasmiten por televisión. Eran mi escape de la realidad. El coyote ideando trampas para capturar al correcaminos, el conejo Bus disfrazándose de mujer para engañar al bigotudo amargado y Pedro Picapiedra viviendo en un mundo prehistórico con su esposa Vilma y sus vecinos Pablo Mármol y Betty.

El país de pronto se ha caricaturizado. El paralelismo con las comiquitas de mi infancia Server es patética por lo exacta: Chávez, ese inefable agente viajero, se ha convertido en el Coyote que proyecta cada día las trampas más inverosímiles contra el referéndum, especie de correcaminos siempre calentando la calle. El presidente no se disfraza de mujer, sino de Pavo Lucas y encaramado en una moto despista a la bigotuda oposición. Pedro Picapiedras se instala en la Asamblea Nacional y en vez de argumentos reparte insultos, golpes o patadas.

Poco a poco nos vamos enterando: Venezuela es un lugar donde el primitivismo político ha tomado el rol protagónico. Por donde el ojo logre encontrar una abertura para ver algo de luz, recibirá un mazazo de oscuridad. La vida aquí es una zozobra antidiluviana. No obstante, creo que el país bien vale un esfuerzo.

Para vivir requerimos de la memoria, necesitamos esa sala de espejos de los recuerdos para ver esa parte de nuestra infancia donde la realidad era menos árida, donde la Upata de mi niñez era un crepúsculo con pájaros volando en el cielo: un sueño cayendo como las hojas en la plaza Bolívar. Lo artístico que tiene la vida se impondrá siempre a las ansias destructoras del hombre. Lo ético y lo poético por encima de esa pasión salvaje que quiere regresarlo todo a la prehistoria. Einstein lo dijo en una oportunidad: con todo este despliegue nuclear la última guerra podría ser con palos y piedras. Me da por creer que este momento prehistórico que vivimos es un mero accidente. Ojalá y no me equivoque, ojalá seamos capaces de reconocer la flor que crece con insistencia entre las piedras.


4/04/2014

La dictadura venezolana

    El gobierno de este país escupe a los demás justo el virus que lo carcome: fascismo mondo y lirondo. Si usted le pregunta a Maduro, a Darío Vivas, a cualquier guapetón con poder tipo Cabello, Ramírez o Ameliach qué demonios entiende por semejante asunto, cerrarán el puño, pondrán los ojos en blanco y se escuchará el disco rayado: fascismo es la oposición, la Iglesia, Voluntad Popular y quienes se abrazan con el imperio, el diablo y los extraterrestres. La bolsería, quién puede negarlo a estas alturas, hace mella hasta en el último hueso.
    Cuando Chávez gobernó tuvo a su favor el genio demagogo que lo poseía así como un caudal de dólares que populista alguno jamás soñó antes. Las cosas fluyeron mejor al son de la chequera y los bailes de tarima. Misiones de cartón, petróleo para regalar a manos llenas, corrupción día, tarde y noche. Desaparecido el Comandante Infinito, Nicolás Maduro aterrizó de cabeza en el piedrero. Sin dotes histriónicos para facilitar megaembauques, sin méritos ni credenciales de caudillo tercermundista, el asunto de gobernar se le transformó en un quebradero de cabeza. Heredó el desastre de Hugo Chávez y muy pronto, a la velocidad del relámpago, terminó de hacer añicos la cristalería. La inflación es la más alta del mundo, la inseguridad en las calles una réplica de país en guerra y la escasez un problema cuya salida sólo pasa por enviar al basurero cuanta ideología barata anida en las neuronas del Ejecutivo,  trocándola sin complejos en empeño por tejer un sector privado que haga su trabajo: crear riqueza, producir, generar empleo, es decir, ponerle los patines a la economía. Estaba cantado el escenario del presente. Ni Chávez primero, ni Maduro después, han calzado los números para meterse en los zapatos de un estadista.
    Cuando medio país se hartó del Socialismo del Siglo XXI, parapeto típico de republiquetas bananeras absolutamente refractario al progreso, a la modernidad, a los tiempos que corren, y se dio cuenta de que no existen instituciones adonde ir ni instancias que procuren la defensa de la ciudadanía que se atreve a disentir, salió a protestar a las calles. Y salió en paz. Ese fue el detonante de la represión más salvaje. Terrorismo de Estado  contra quienes piensan distinto y elevan su voz haciendo que se entere cuanto señorón jura que el mismo Dios le da unas palmaditas en la espalda para luego convidarlo a unas cervezas. Lo insólito, más allá de la inaceptable brutalidad de las fuerzas represivas, ha sido el contubernio entre civiles armados que apoyan al gobierno atacando y llenado de terror buena parte de la geografía urbana del país y ciertos efectivos de la Guardia Nacional. Testimonios documentados a diario, fotografías, videos y testigos de excepción dan cuenta de una realidad que se tradujo en flagrante violación de los DD.HH.  a través de juicios sumarios a alcaldes, torturas a manifestantes, censura en los medios y un llamado a diálogo cuyo correlato es mayor represión, insultos y amenazas.
    Está claro que la actitud del gobierno  consiste en arrojar más combustible a las llamas. ¿A quién beneficia semejante conducta? ¿Por qué instalarse con terquedad en el locus insostenible de la división y el incremento ciego de la violencia? ¿Qué posibilidad existe de continuar gobernando con todos los poderes en un puño, bajo la lógica de un dogma cuyo sumo sacerdote, un aspirante a caudillo iluminado, ha hecho aguas desde hace mucho tiempo?
    A lo mejor Maduro jamás imaginó el nudo de fuerzas encontradas y disparates que recibiría de su mentor. La condición de hombre de Estado supone cualidades que se crean mediante años de experiencia, de preparación, de lecturas (leer libros, leer la vida) y un largo etcétera con el fin de hacerle frente a los problemas que el arte de gobernar sin dudas va a encontrarse en el camino. Ni él ni su antecesor caben, repito, en la talla grande que exige pensar un país, en lidiar con sus circunstancias reales o imaginarias para finalmente intentar dejarlo mejor de lo que lo encontraron. Tal es, en verdad, el objetivo fundamental de todo gobernante que se precie de serlo. Chávez y Maduro, qué duda cabe, hicieron méritos suficientes para ganarse con honores un sitial en la molienda de la historia.

3/19/2014

Ciego y sordo

    La situación política venezolana es un torbellino que comenzó a formarse cuando Hugo Chávez abrió su particular caja de Pandora. Los rayos y truenos del presente tuvieron un período de incubación muy largo, cosa que no debe extrañar a los observadores: la violencia del gobierno, tanto física como hecha lenguaje, es decir, su praxis guerrera a punta de golpes e insultos, de soberbia y de plomo, abrazada con la simbología bélica metida desde siempre y de cabeza en el perfomance oficialista, derivó en esto que vivimos hoy. Quince años de garrote y zanahoria, de odio al por mayor, de listas de Tascón, no son poquita cosa.
    Entonces Maduro pide diálogo. Cabello pide diálogo. Los angelitos colorados de la Asamblea Nacional piden diálogo. ¿Y saben ustedes algo?, no faltaba más. Charlar  -llegar a acuerdos, construir consensos-   es el mecanismo universalmente reconocido para evitar que la sangre llegue al río. Es lo sensato y lo civilizado y por semejante argumento es que este gobierno monologante, charlatán, gritón, bueno para aplastar cuando se sabe fuerte y experto en poner cara de animalito cuchi si advierte que le han plantado una mano en la pechera, propone encuentros de utilería, diálogos de cartón sólo para patearle los cojones a todos una vez que se sienta otra vez oxigenado.
    ¿Hay que dialogar? Frente a un gobierno ciego y sordo, capaz de violar como le ha dado la gana los Derechos Humanos de la gente, capaz de llamar por tuits o por cadena nacional de radio y televisión a ejecutar ataques “fulminantes”  contra quienes protestan; frente a un gobierno que comete atrocidades con los detenidos, que reprime y mata, que tortura, veja, humilla, que tiene a estas alturas tantas cuentas pendientes con la justicia, repito, ¿hay que dialogar?
    Absolutamente. Es preciso, urgente, de vida o muerte hacerlo. Ahí está Mandela como ejemplo que no se debe olvidar nunca. El político más respetado de todo el siglo XX lo fue entre otras razones porque conversó, y ganó. Ahora bien, el poder en Venezuela hará una pantomima si con inocencia imperdonable se termina cayendo en  el embauque, en las trampas, en el juego que propone, dándosele oportunidad de cobrar segundos aires en su empeño de control total. Para sentarse a la mesa es preciso que el señor Maduro dé señales inequívocas de que el llamado a intercambiar ideas, a decirse las verdades y, en fin, a ejercer la palabra que tanta falta hace, es sincero, es real, y no el teatro del absurdo que lo caracteriza. Cuando alguien se ha esforzado tanto para que nadie confíe en él, hay que ser un cínico para luego decir: mira tú, bébete este cafecito, vamos a platicar. Esto ni es bolero ni es rocola, aquí nadie dará puto medio por un llamado a diálogo frente a las luces y las cámaras, mientras por el traspatio se persigue, se dispara, se encarcela y se pasan por el forro los derechos de la gente.
    Caímos en un punto muerto. Los estudiantes no retroceden en sus demandas y Nicolás Maduro opta por más represión, más brutalidad, más imposición.  Pésima forma de continuar llamando al diálogo y peor manera de evidenciar su farsa.

3/07/2014

A propósito de Venezuela

    El chavismo como ideología, ese tinglado de gimnasias entremezcladas con magnesias, va directo al corazón.  Pretende ser fibra emocional, transformarse en sístole y en diástole, remontar  ventrículos, atravesar pericardios, bombear conveniencias vía la “Canción del elegido" o  “Yo pisaré las calles nuevamente”.  
    Es para aplastarse de la risa. El mundo rosa que la Revolución del Siglo XXI obsequia a los venezolanos ha sido posible, no faltaba más, gracias  al Comandante Intergaláctico, especie de Supermán revuelto con Hombre Araña, creador de semejante parapeto. “Corazón de mi patria”, lo llama su feligresía, y quien diga ñe va a la molienda de la nueva historia, jineteada por Mario Silva, Diosdado Cabello, Jorge Rodríguez y el resto de los compadres, afilada jauría de mercachifles a la orden.
    El chavismo vende baratijas a precio de especulador neoliberal. Usted adquiere un bien, cultura oficialista (jaja) o salud bolivariana (jajaja), pongo por caso, y siéntese a esperar los espejitos. No es para menos: jamás antes, nunca en la historia de lo que el mundo ha sido, se construyó algo valioso a partir de cuatro disparates. Si un puñado de bandoleros con boina roja o enfluxados Cartier delirando por una bayoneta coparon las instituciones, leyeron como nadie el hambre y la ignorancia en esta tierras y de esa polvareda chapoteamos hoy en estos lodazales,  implica entonces que rehabilitar el país que cruje y se revienta supondrá ocuparse, en serio y sin descanso (porque la historia no suele andarse con segundas oportunidades), de inocular más democracia, de sembrar más ciudadanía, en las calles, en las familias, en los cafés y en los bares, en los prostíbulos, en los parques, en la escuela, en la vida cotidiana, en cada quien y en cada cual. Un trabajito al que llegamos retrasados.
    A la gente la matan como moscas en las calles, la economía venezolana es una ruina, los corruptos paridos aquí son los más rozagantes de este mundo. La escasez juega a diario al escondido si persigues un pollo, un litro de leche, un medicamento, un paquete de papel higiénico o una bolsa con tres panes. Los hospitales son un burladero, la educación pública una estafa, los afanes de control total el hilo conductor de un gobierno hecho de embustes. La revolución bolivariana (vamos a dejarla así, en minúsculas) parte de un par de premisas que nada más son chasquidos de la lengua. Me explico: ni es revolución ni es bolivariana. Ni nada que se le parezca. ¿Qué es entonces?, una camarilla en el poder de dudosa legitimidad en su origen e ilegítima en su desempeño, trocada en gobierno militarista con serias pretensiones totalitarias. Una dictadura, muy sui generis, actualizada, con las pezuñas metidas de lleno en el siglo XXI. Neodictadura, para usar el término más ilustrativo.
    Hoy, luego de los sucesos que vive Venezuela desde el doce de febrero, la máscara del gobernante está hecha añicos. Un rostro pseudodemocrático desfigurado. La represión salvaje de los manifestantes, la censura a los medios de comunicación, los grupos paramilitares creados, alimentados, lanzados a las calles por el gobierno y protegidos por la Guardia Nacional, la entrega de la soberanía nacional a un gobierno extranjero, los presos políticos, la tortura, los crímenes de lesa humanidad, documentados por una organización tan seria como el Foro Penal Venezolano, a la que habrá siempre que aplaudir, desnuda al régimen exponiéndolo en sus tropelías, locura y bandidaje. Por fortuna ya su imagen internacional vale muy poco. Tristemente, puertas adentro, la izquierda caviar de este país, con sus valedores intelectuales por supuesto, a la fecha no se ha desmarcado,  no ha abierto su boca ni puesto a punto su pluma para denunciar abusos y condenar de inmediato la brutalidad de un gobierno fuera de sus cabales.
    Venezuela vive momentos trágicos, de violencia acrecentada, de sangre y fuego, de fascismo gubernamental contra quienes piensan distinto al poder. La juventud, la decencia, la voz de la calle, van a continuar con las armas de la razón, el coraje y la paz haciéndose escuchar. A nada menos nos debemos como ciudadanos.

3/06/2014

Tabbaq

En el tabaco, en el café, en el vino
al borde de la noche se levantan
como esas voces que a lo lejos cantan
sin que se sepa qué, por el camino.

Julio Cortázar  (Los Amigos)